Lo dejo claro desde el principio. Estoy plenamente a favor
de los denominados “fenómenos literarios”. Me encantan, me gustan todos, sí, he
dicho todos. Y sí, me gustaría protagonizar un fenómeno literario, por todos
los motivos, aunque solo fuera un fenomenillo. No soy uno de esos puristas que
relaciona consumo generalista con baja calidad, no, a veces se pueden combinar,
y no creo que sea necesario citar cualquiera de los cientos de ejemplos que
podemos encontrar en la Literatura, pero también en el Cine o en la Música, y
hasta en el Arte –la Capilla Sixtina o el Guernika, por ejemplo, son auténticos
bestsellers de la Pintura-. Adoro los llamados “fenómenos literarios”
porque el que un libro, sea cual sea el libro, se convierta en un producto de
consumo preferente me transmite una felicidad indescriptible, porque eso supone
colas en las librerías y en las ferias del libro, libros envueltos para regalo
y pilas de libros en los centros comerciales, miles y millones de libros.
Supone compradores no habituales de libros, algunos de los cuales caerán bajo
el hechizo de la lectura y optarán por seguir comprando libros en el futuro, e
incluso evolucionando como lectores, y así alguien que comenzó con la trilogía
de Grey puede que acabe leyendo a Durrell. Lo sé, me paso de optimista,
pero es que de vez en cuando es necesario abrazarse a la utopía. Aplaudo y me
congratulo de los fenómenos literarios porque tengamos en cuenta que, aunque
algunos parezcan no entenderlo, especialmente los últimos ministros de Cultura
y el inmisericorde Ministro de Hacienda, la Literatura se mantiene y articula
en torno a una industria, editorial, que necesita de estos fenómenos literarios
que son, en resumidas cuentas, los que colorean de negro las cuentas de las
editoriales. Y gracias a estos beneficios se pueden publicar e incluso
arriesgar con otros autores que no alcanzan, ni remotamente, las ventas
deseadas.
Me gustan los fenómenos literarios porque en multitud de
ocasiones se ha hecho justicia con un autor, se han premiado abnegadas y
constantes trayectorias de años y años de silencioso trabajo, se le ha
descubierto a ese ente invisible y expansivo como un gas que conocemos como
gran público. Stieg Larsson es un ejemplo de esto último, reconozco que devoré
con pasión y pulsión su trilogía, o Javier Cercas y también lo es el autor que
da título a esta columna, Fernando Aramburu. Porque aunque muchos lo hayan
conocido por Patria, su fenómeno literario, Aramburu cuenta con una
extensa y prolífica carrera literaria a su espalda. Poeta, cuentista,
ensayista, articulista, traductor, en sus casi 40 años de trayectoria se ha
zambullido en todos los géneros, con notable éxito en la mayoría de las
ocasiones. Años lentos y Los peces de la amargura, que tal vez
sea el germen de Patria, son dos libros, novela y colección de relatos,
espléndidos, provistos de una textura narrativa, tan artesanal como luminosa,
solo al alcance de narradores muy dotados. He de reconocer que he tardado en
leer Patria, no sé si frenado por lecturas atrasadas o porque necesitaba
encontrar el momento propicio. Y he de reconocer, también, que, desde un punto
de vista meramente literario, no me ha impresionado. De hecho, no la considero
la mejor obra de Aramburu, las dos citadas anteriormente me parecen de una
mayor calidad. Sin embargo, hay que considerarla como una obra importante,
grande, más allá de sus hallazgos estilísticos, algo que a veces sucede, si
tenemos en cuenta sus otras habilidades y bondades.
Salvando las distancias, espero que entiendan la analogía –no trato de
establecer un paralelismo, válgame-, me ha sucedido con Patria lo mismo
que con 8 apellidos vascos, en cuanto a lo que supone de normalización,
a que ya podamos hablar de ciertos temas, del terrorismo de ETA, con
naturalidad, sin tener en cuenta al que nos escucha tras la esquina, sin temor.
Patria pasará y quedará por su pedagogía, que en determinadas ocasiones,
como sucede en este caso concreto, es infinitamente más importante. Y es que
Aramburu ha tenido la capacidad de crear una obra que sana heridas, que cose
costuras deshilachadas, sin necesidad de recurrir a alcohol del que escuece o a
hilo gordo, que deja gruesas y visibles cicatrices. Méritos más que suficientes, junto a todos los intrínsecos a cualquier
fenómeno literario, para catalogarla como una obra necesaria e importante.
Especialmente ahora, que la palabra cotiza a la baja.
El Día de Córdoba
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