Hace unos años, en una fiesta en Madrid, alguien me dijo
que tenía muy “poca gracia bailando” para ser andaluz. Así, haciendo amigos.
Recuerdo diferentes caras de sorpresa, a lo largo de los años, los encuentros y
la geografía, tras admitir que no me gusta el Flamenco, que, simplemente, no lo
entiendo y que no conectamos. También recuerdo sutiles comentarios, rebosantes
de educación y de sensibilidad, del tipo: “se te entiende muy bien para ser
andaluz”, “yo no sé cuándo trabajáis con todas las fiestas que tenéis” o “me ha
sorprendido mucho Andalucía, yo creía que todo iba a estar mucho peor”, que tal
vez sea la que más me ha ofendido. ¿Mucho peor? ¿Estuvo alguna vez rota?
Gracias a las películas y series de saldo, gracias a la ignorancia y a la
intolerancia, los andaluces nos encontramos en el podio de los típicos tópicos,
los estereotipos, las obviedades y las infamias. Buena parte de las “chicas de
la casa”, chicas/mujeres siempre para más inri, suelen ser andaluzas de tonillo
gangoso, así como el gracioso de la panda es, como no podía ser de otra manera,
un andaluz con el acento de un gaditano que ha estudiado en La Habana, y, por
supuesto, el vago, el fiestero y el inculto, que además se regocija en su
ignorancia, también es andaluz, por descontado. En cierto modo, es como creer
que todos los catalanes son unos avaros y unos peseteros o que todos los vascos
se pasan el día bebiendo txakolí o levantando piedras, cuando no le están
pegando una paliza a la Guardia Civil. O como pensar que todos los gays son
“unas locas”, todas las lesbianas “unas camioneras” o como dar por sentado que
a todos los negros les gusta el rap, que los italianos se pasan el día comiendo
pasta e intentando ligarse a la primera mujer con la que se cruzan y que los rusos
desayunan vodka. Hablemos de enanismo mental, de sus consecuencias, de esa
gente que necesita, para poder entenderlo o, peor aún, controlarlo, que todo y
todos estemos encasillados, perfectamente colocados en nuestra balda social,
como el producto en oferta de un supermercado.
Y no, que cada cual sea gay, lesbiana, negro, ruso, bailarín, catalán,
vasco o andaluz como le apetezca, como le pida el cuerpo ser o como,
sencillamente, quiera ser. Como le venga en gana. Ocho apellidos vascos
me sigue pareciendo una película mediocre, cinematográficamente hablando, pero
muy pedagógica desde un punto de vista social. Nos propone y nos anima a que
nos riamos de todos esos tópicos que se han ido acuñando y, sobre todo,
asentando, a lo largo de los años, tanto de andaluces como de vascos. Es bueno
que sepamos que los tópicos son solo eso, un chiste, una gracieta, que no
representan ninguna realidad. Con cierta frecuencia, se traspasa la frontera
del topicazo y se adentran en... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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