No puedo evitar que algo se incendie en mi interior
cada vez que me asomo a la mesa de novedades de una librería, ahora que
presumiblemente se venden libros con corbatas a juego. Siento el fuego, las
llamas, las siento muy dentro
Todo el mundo, o casi todo el mundo, quiere escribir un
libro. A veces pienso que vaya faena nos hicieron a los escritores con esa
célebre sentencia que tanto me aburre, la del hijo, el árbol y el libro. Quien
la inventó, se quedó descansando. Todo el mundo quiere escribir un libro, una
novela si es posible, o un ensayo de buen rollo, y el problema es que lo acaban
consiguiendo, o al menos publicando, que en ocasiones no es lo mismo. El deportista
tripón y retirado, el presentador de informativos varios, los periodistas de
medio pelo, el abuelo de las mil batallas, el político descerebrado, el militar
en tiempo de paz, el suegro de mi prima, el compañero de instituto, el actor
sin papeles dramáticos, el cantante de las mil canciones, el vecino del quinto,
todos quieren escribir un libro, una novela si es posible, autobiográfica o no,
eso ya se verá después, o un poemario de cinco poemas y dos mil ripios, pero un
libro, un libro con su nombre en la portada y en el lomo, que presentar y
dedicar. Esas cosas que se hacen con los libros, según cuentan. Yo no quiero
clavar mi bandera, la bandera que sea, en el Everest, ni disputar las 24 horas
de Indianápolis, ni nadar entre tiburones –pero qué cosas más raras gustan-, ni
correr el maratón de Nueva York, ni la media maratón de Córdoba, ni esculpir
una réplica exacta del David, ni presentar un programa de cocina, por mucho que
me guste comer, tampoco quiero ser Ministro de Economía, ni tan siquiera
Secretario de Estado de Hacienda, que eso sí que es mandar, ni hombre del
tiempo, nada. Y puede que no me apetezca intentar/conseguir ninguno de los
retos citados, y otros mil posibles, porque simple y llanamente no me siento
capacitado. Soy consciente de mi realidad, de mi yo, de mis capacidades, y sé
que si me sacan de mis cuatro cosas, que en realidad son dos cosas y hasta
puede que media, solamente, ya no doy la talla. Hablemos de pudor, de ser
capaces de mirarse en el espejo y asumir la realidad.
De verdad, que lo entiendo, porque lo he vivido ya unas cuantas veces,
que es muy bonito y emocionante eso de ver un libro con tu nombre en las
librerías, alucinante. Y cuando la editorial te envía los primeros ejemplares
una intensa descarga eléctrica te recorre todo el cuerpo, de las cejas a las
uñas. Como un padre, agarras a tu criatura y te cercioras de que viene con sus
dos ojos, sus dos orejas y su nariz. De cuando en cuando se cuela una errata,
pero no pasa nada, que eso es culpa del editor, si de verdad hace honor a su
nombre. Todo eso es muy bonito, vaya que sí, pero que también debe serlo
conquistar el Teide, por poner un ejemplo patrio, y plantar tu bandera o
inaugurar una exposición de acuarelas, pues claro, pero yo no sé pintar, nada,
ni monigotes. Y no voy a escalar... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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