Mire, si ya me ha leído con anterioridad no se
sorprenderá, pero aún así prefiero dejarlo claro desde el principio, vaya que
se trate de un lector primerizo en esta columna. (Bienvenido, pase sin miedo).
No me gusta nada el resultado de las pasadas elecciones, nada, ni lo más
mínimo, pero es lo que hay. Se llama Democracia, por si alguien todavía no lo
sabe, sí, Democracia, y normalmente no contenta a todo el mundo, pero es que de
eso se trata, de aceptar y acatar lo que decide la mayoría. Que sí, que usted
no puede comprender que tras los casos vividos, los sms a Bárcenas,
Panamá, la Púnica, la Gürtel, Rato, Rita y Fernández Díaz haya quien los siga
votando, y lo comprendo, pero haga como yo, simplemente, no los vote, y punto.
Que sí, que yo también estoy muy disgustado, cabreado, incluso decepcionado,
sí, pero lo acato, lo acepto, lo asumo, forma parte de las reglas del juego. Y
aún así amo este juego, que se llama Democracia. Funciona así, es muy simple,
es muy fácil. Un juego que nos permite influir en nuestra sociedad, en los que
nos gobiernan, en nuestro destino. Nos convocan a las urnas, y votamos, que es
introducir una papeleta con una opción política dentro de un sobre, así de
simple. Solo eso. No tenemos que razonar nuestro voto, no tenemos que darle
explicaciones a nadie, salvo a nuestra conciencia; libre, secreto y personal.
Así, tal cual. Y no, no nos piden una formación reglada, un mínimo de estudios,
haber estado de Erasmus, un siete en Lengua, una beca o yo qué sé, no,
nada, tener 18 años y contar con la nacionalidad española, ya está. Por tanto,
el voto del arquitecto vale exactamente igual que el del encofrador, el del
mecánico de mi barrio que el de Fernando Alonso, el de la pediatra de mis hijos
que el del okupa de la esquina, el de Amancio Ortega que el del último
desahuciado. Lo mismo, pesan igual. Y me encanta que suceda eso, lo adoro, me
fascina y me tranquiliza. Sí, me tranquiliza, porque en al menos en algo todos
somos iguales y eso es maravilloso.
Mire, le insisto, que no me gusta el resultado, lo
repito, pero de ahí a tener que seguir soportando a todos esos Dragós
que han salido del armario del rencor y la desconfianza hay un trecho. Ya está
bien, ya está bien, al cuadrado. Que la Democracia no es solo maravillosa
cuando tras el recuento sale lo que yo he votado o más me gusta y basura cuando
no es así, que no. Que mi opción política no es la de los inteligentes y las
demás las de los ignorantes, incultos, corruptos, delincuentes, lelos y demás
especies, que no, que la cosa no funciona así. Y es que me asquean tanto esas
explicaciones tan clasistas y tan profundamente fascistas que se emplean para
justificar una derrota electoral que llego a dudar de si realmente hemos
asumido, o no, los valores democráticos. Sin ir más lejos, para justificar el
triunfo del Brexit hemos escuchado: es que han votado los abuelos incultos de
las zonas rurales. Vale, pues que hubieran ido a votar lo contrario los
jovencitos universitarios y urbanitas de Londres y resto de grandes ciudades.
Urbanitas o rurales, mismo valor del voto, lo aplaudo y lo coreo. Perdone que
insista tanto, pero es que soy muy demócrata, amo este invento de participación
ciudadana que se inventaron los griegos. Que tiene algunos matices que no me
gustan, pues claro, igual que lo tienen mi pareja, mis hijos o mis amigos y por
eso no dejo de quererlos y de admirarlos.
Mire, la Democracia era y es esto, tal cual, y si no
le gusta y si no lo acepta debería mirárselo cuanto antes, porque tal vez tenga
un problema de intransigencia e intolerancia en fase aguda, que los hay, y me
temo que son incurables. El pasado 26 de junio los españoles, sí, los
españoles, decidimos que el PP tendría que ser el partido encargado de formar
Gobierno –y esta vez, escuche bien, Arriola, no puede renunciar-, el PSOE el de
liderar la oposición, Podemos el de ser la tercera fuerza y Ciudadanos la
cuarta, y nada más, así de simple. Esa es la letra de la canción que
compusieron las urnas. Que esto podría haber tenido otro final, que podría no
haber sido como es, que nos podríamos haber ahorrado una votación y seis meses
de espera, indiscutiblemente, aunque eso tal vez lo tengan que explicar algún
día muchos de los que ahora dudan de la Democracia y no aceptan de buen grado
el resultado electoral.
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