Hace
justamente siete años, escribí en este mismo periódico, en este
mismo espacio, un artículo con el mismo título que el de hoy:
Eduardo García. Acababa de ganar el Premio Nacional de la Crítica
por su libro de poemas La
vida nueva.
Como el resto de su obra, un poemario luminoso y sensual, cálido y
profundo, delicado con las formas, primoroso con las palabras,
siempre escogidas, siempre las necesarias, las justas. Si
subes por la escala no hay retorno, en la cima del viento hallarás
nuestra casa.
Es
duro pensar que no volveré a leer un poema nuevo de Eduardo, cuando
aún le quedaban tantos y tantos por ofrecernos. Escribir desde el
dolor, como lo estoy haciendo ahora, desde la inmediatez, no es la
mejor fórmula para ofrecer un texto bien estructurado, coherente.
¿Por qué ser coherente cuando la vida no lo es? Hoy escribo otra
vez sobre Eduardo García porque nos ha dejado, porque la vida, que a
ratos puede ser hermosa, incluso acogedora, con frecuencia es
mezquina y terrible, tacaña en gestos, monstruosa en sus decisiones,
caprichosas, malvadas e incoherentes. Nunca me cansaré de repetir
que lo mayor y mejor que he recibido de la Literatura son los
compañeros de viaje que he tenido la suerte de encontrar en el
camino. Pablo, Joaquín, Vicente, Alejandro, Braulio, Ignacio,
Andrés, Javier, Julio, Nacho, Elena, Eva, Alejandra, Antonio, Dani,
Gabriel, Ángel y tantas y tantos otros que prefiero no seguir
enumerando ante el temor que siempre se esconde tras el olvido. Y
Eduardo, claro.
Creo
que han pasado ya veinte años desde que lo conocí, casi los mismos
que somos amigos, ya que no tardó en regalarme su amistad. Era muy
fácil ser amigo de Eduardo, muy fácil. Y no es la típica frase
hecha sobre alguien que ya no está. Por aquel tiempo, con nuestros
queridos Pablo García Casado, Joaquín Pérez Azaústre, Curro
Bernier o Vicente Luis Mora, formaba parte de un nuevo batallón de
poetas dispuestos a dejar su impronta a pesar de la gran frontera que
para algunos suponía la herencia de Cántico
y aledaños. Y lo consiguieron, ya lo creo, y Eduardo García fue un
elemento fundamental en esa conquista, que no se basó en la
confrontación, simplemente tomaron el testigo. De nuevo, Córdoba
fue una referencia indiscutible de la poesía española, su capital.
Desde el dolor o a pesar del dolor, o por luchar contra él, prefiero
recordar al Eduardo con el que recorría los bares tras una lectura
poética, al Eduardo con el que compartí cientos de cigarrillos y
risas. Mira
que un brasileño al que no le gusta el fútbol, tú ni eres
brasileño ni eres nada,
le solía repetir, y Eduardo reía. Lo mismo que reía con las
ocurrencias del Novelista
Malaleche,
del que se declaraba fan
incondicional. Y hablábamos y hablábamos de libros y de autores, y
de cómo enfrentarnos a nuestro oficio, cómo ser escritor en este
tiempo.
Me
fascinaba su perfección, su meticulosidad, que nada lo dejara al
azar. Puedo recordar, como si me lo estuviera contando ahora mismo,
el tiempo que le dedicaba a diseñar la “caja” de las páginas de
sus poemas. El tipo de letra, el tamaño, los márgenes, todo eso que
para muchos escritores, entre los que me incluyo, carece de
importancia, para Eduardo formaba parte del poema, y es que
necesitaba que sus textos no solo fueran bellos y luminosos en la
lectura, también visualmente. Nos hemos despedido de Eduardo García
esta pasada semana, así de jodida y puñetera y desagradecida puede
llegar a ser la vida. Hoy no me consuela saber que sus poemas
permanecerán, tal vez ese sentimiento llegue dentro de un tiempo,
hoy el desconsuelo me retuerce las tripas porque he perdido al
compañero, al colega, al amigo. Querido Eduardo, no sé si has
comenzado La
vida nueva,
si el viaje continúa o solo la nada nos aguarda, en cualquier caso
quiero que sepas que te echamos de menos, que te extrañamos, que te
seguiremos queriendo, que nunca te olvidaremos. El
viajero termina por arrojar al fuego la brújula y los mapas
confiando sus pasos al instinto se interna en la espesura aunque un
día de pronto se detenga a contemplar las huellas de su viaje.
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