Durante años nos han vendido, y hemos
comprado sin leer la letra pequeña, sin querer asomarnos a la lupa de la
verdad, las excelencias de la multiculturalidad, el buenismo de una sociedad
integrada por multitud de culturas, religiones y razas, y nos lo hemos creído,
cuando realmente nunca ha sido verdad. La multiculturalidad no es una gran
ciudad convertida en una especie de Arca de Noé humana, en la que están
representadas diferentes razas, culturas y religiones, separadas, por muy
diferentes motivos, en compartimentos estancos, no. La multiculturalidad, o su
espíritu, o lo que pretende, es otra cosa, radicalmente distinta. La
multiculturalidad nos remite a la fusión, a la reciprocidad y al
enriquecimiento que debe suponerse a la integración y a la convivencia, en
igualdad de derechos y de obligaciones, ojo, a las diferentes razas, culturas y
religiones que integran una sociedad. Por tanto, salvo alguna excepción más o
menos de manual, focalizada, localizada, muy controlada, aún no sabemos si
todas esas virtudes que le presuponemos a la multiculturalidad son reales o
simplemente forman parte de la bonita teoría. Duelo entre dogmáticos y
empíricos. Porque hasta el momento, seamos realistas, a lo más que hemos
llegado, y no nos engañemos, es a tolerar al diferente, al que no es igual que
nosotros. Pero no nos rasguemos las vestiduras, no carguemos en solitario con
la culpa, porque este tolerar es un verbo que hemos conjugado todas las razas,
culturas y religiones que componen buena parte de las sociedades occidentales.
Es decir, tú aquí y yo allí, y hacemos como que nos llevamos bien, aunque
sigamos siendo unos perfectos desconocidos, mientras tú no asomes la nariz por
mi valla, que yo intentaré no asomar la mía por la tuya. Y así, hasta que
alguien asoma la nariz, claro, porque siempre hay uno que asoma la nariz, y
hasta que lanza una piedra.
Durante años nos vendieron, y nosotros compramos, que
París era el gran icono de la multiculturalidad, y cuando volvíamos de
visitarla, con nuestra fotografía en la Torre Eiffel o paseando por los Campos
Elíseos, les contábamos a nuestros amigos y conocidos que cualquier calle
parisina era como una especie de Asamblea General de la ONU, representadas y
presentes todas las religiones, razas y culturas. Y había algo de cierto, claro,
pura evidencia, pero cada cual en su sitio, tal y como antes indicaba. Para que
dos personas se amen las dos tienen que querer que sea así, y dos nos se pelean
si uno no quiere, decimos, que es una verdad absoluta. Para alcanzar esa
ansiedad multiculturalidad que nos vende el manual
de las buenas intenciones... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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