En este día de Año Nuevo, vivo tras no atragantarme con
esas doce uvas fantasmas que no vimos, me gustaría publicar aquí, a modo de
acta notarial, mediante compromiso público, todos esos propósitos y enmiendas
que cada final de año me asigno y que nunca cumplo. Me gustaría que el
cigarrillo que me calienta los labios fuera uno de los últimos, que se acabaran
los días de tabaco, tosidos y visitas al estanco. Me gustaría que algunos
placeres no me siguieran tentando, me gustaría cumplir los horarios, ordenar
los armarios –los interiores y los empotrados-; me gustaría suplir las
carencias con eficiencias, y las ausencias con presencias. Me gustaría
conservar el mismo peinado cada mañana, y cada mañana peinar el mismo pelo –y
me refiero a la cantidad-. Me gustaría dormir mis horas, a sus horas, y sin
deshonra; me gustaría hacer de los lunes un día entrañable y regalarle sonrisas
a mis vecinos. Me gustaría seguir los consejos de los libros de cocina, los
consejos de mis mayores, y los consejos que me dicta la conciencia. Me gustaría
tener siempre las gafas limpias y los dientes nacarados. Me gustaría mantener inmaculadas
las juntas de los azulejos.
Y podría ampliar la lista, con el fin de mesurar las
desmesuras y purificar las impurezas. Y también podría escribir una lista más
global, o general, o universal, y redactar una lista mundial, en donde exigir
el fin de las guerras, de las hambrunas, de las desigualdades, de las
dictaduras, de los dictadores, de los asesinos, de los atentados, de la lacra
del desempleo, de todos esos males que el Telediario de cualquier día nos
muestra. En este viaje de lo personal a lo universal, me encantaría firmar un
contrato que nos obligara a transformar esta sociedad nuestra, a ratos triste,
a ratos canalla, gris en su silencio, trémula en su percepción. Nada me
gustaría más; hasta puede que dejara de fumar.
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