El Selfie, la lista de spotify, la serie de las diez, la funda del móvil, el aparato del gimnasio, el peinado y, cómo no, la comida...
Tendencias,
las llaman, modas también, novedad, novedades. El encendedor de James Bond/Sean
Connery, el bikini de Ursula Andress, el peinado de Meg Ryan o Jennifer Aniston
–o el de Victoria Abril en Tacones
Lejanos-, el premeditado desaliño de Sara Carbonero, la ya lejana rebeca de
Rebeca, tan presente en la estética cordobesa desde entonces, los gintonics convertidos en peceras, todos
esos rones añejos que desconocíamos, las bebidas caribeñas, esos mojitos,
caipiriñas y demás que vaciamos a velocidad de crucero. También fue una
tendencia, en su momento, en aquello que denominaron el Boom, el desaparecido García Márquez y sus Cien años de soledad. Después han llegado multitud de tendencias
literarias, pero me temo que más insanas, menos literarias. Las tendencias, o
como se quieran llamar, lo abarcan todo, peinados, vestuario, expresiones
políticas, ocio, teléfonos móviles, turismo y, cómo no, la comida. Todos somos
cocineros en esta temporada que nos toca vivir, de niños a mayores, todos, más
o menos. Y hasta programan concursos en la televisión para que exhibamos
nuestras habilidades, a lo 1, 2, 3. Puede
que sea una expresión más de eso que conocimos como estado del bienestar y que
parece predestinado a figurar en el podio de las especies extinguidas, no ya en
extinción. Sí, hemos afinado y refinado nuestro paladar, hemos descubierto el
buey de kobe, aunque no haya tantos bueyes de esos en el mundo, y sabemos
diferenciar un Somontano de un Rioja, y hasta de un Penedés, vaya usted que sí.
Y es que, casi sin darnos cuenta, hemos pasado del tintorro a granel
para un varguitas fresquito en el
verano a la copa escanciada con su correspondiente escanciador, y eso que a mí
me sigue pareciendo la gran horterada entre las horteradas, con permiso de
Eurovisión, que en eso sigue siendo el Ronaldo de lo hortera. Sí, vaya, nos
criamos, rollizos y sanos, todo hay que decirlo, a base de caldo de cocido, con
su buena pringá y sus garbanzos
machacados, y ahora proclamamos a los cuatro vientos las bondades del sushi, como si nuestra vida no hubiera
tenido sentido hasta su llegada. Recuerdo los primeros restaurantes chinos,
delirantes y oprimentes en su decoración, como estrategia de una secta, esos
rollos primavera, ese pollo con almendras y el ya eterno arroz tres delicias,
cuyo nombre sigo intentando descifrar, con escasa fortuna. Eso ya pasó, claro,
ya no nos gustan, ahora la tendencia la marca la cocina oriental, que es otra
cosa, más amplia, más etérea, más selecta. Con una ración de arroz tres
delicias de cualquier restaurante chino nos daría para hacer veinte makis, con la diferencia de que un solo maki vale lo que una ración de arroz
tres delicias. Es la elaboración, claro, la mano de obra... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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