Tapones en los oídos... servilletas en los asientos... ¿manías? Los quiero con locura... Ruth y José... Las Quemadillas... fuego...El monstruo en su laberinto...
Impasible,
frío, inalterable, calculador, distante… son algunos de los adjetivos que
emplean para calificarlo. Considera una “manía” lavarse las manos
frecuentemente, a pesar de no considerarse una persona escrupulosa. No se sienta
en los transportes públicos, y para hacerlo en un banco de un parque lo cubre
de papel. Come con tapones en los oídos porque le molesta escuchar como
mastican los demás. Considera que todos tenemos nuestras “manías” y que eso no
significa que causen perjuicios a los demás. Está muy delgado, su voz es aguda,
a ratos afeminada. Le gustan las camisas a rayas, exhibiendo esa elegancia neutra
e impersonal de otro tiempo. Repeinado, pulcro y aséptico en su aspecto físico,
más bien bajito. Posee esa sonrisilla tan molesta… esa sonrisilla de “no me
cuentes historias” que tanto escuecen cuando la tienes enfrente y la sientes en
tus propios ojos. Tiene el brillo del odio en la mirada, sí, lo tiene, no lo
puede ocultar, y aumenta de intensidad, es más odio, cuando se refiere a su
exesposa, Ruth Álvarez. Apenas gesticula cuando le interrogan, apenas unas
pocas arrugas se dibujan en su frente ante preguntas que la mayoría no
podríamos soportar. Impasible, sí, buen adjetivo, frío, también, tras dos horas
declarando ni le ha dedicado un segundo a la botella de agua que tiene delante.
Habla de sus hijos en presente, como si nada hubiera pasado, como si estuvieran
esperándolo a la salida del juzgado. Se esfuerza en mostrarse como un buen
padre, protagonista de las tareas domésticas y siempre como un ataque la madre,
que retrata como una persona desinteresada en el cuidado de sus pequeños.
“Tuvimos una relación normal, fue un matrimonio normal”, argumenta con
naturalidad. “Yo no estoy cansado”, dice, “eso que está usted diciendo es
completamente falso”, repite una y otra vez. Merodea, juguetea con las
palabras, las lía y relía antes de pronunciar un “no”. Le cuesta llorar, es
fácil percibir que no se trata de un acto común en él. Se llama José Bretón, y
todo apunta a que asesinó a sus dos
hijos, Ruth y José, en octubre de 2011. Desgraciadamente, todos lo
conocemos.
Todo parece indicar que José Bretón durmió profundamente a sus hijos,
empleando Orfidal y Motivan, para a continuación colocarlos rectangularmente
sobre la tierra. Bajo una mesa de metal –ay esa mesa de metal-, con la que creó
un efecto de “horno”, los quemó. Posteriormente, se dirigió a la Ciudad de los
Niños y teatralizó la pérdida de sus hijos. Contradiciendo a lo argumentado por
él mismo, no hay imágenes de Ruth y José ese día en el parque. Cuando la
policía fue por la noche a la finca de Las Quemadillas aún... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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