Salí
de rebajas como el que juega a la Primitiva: sin convencimiento de poder ganar
el premio mayor. No había andado más de doscientos metros cuando me topé con el
primer escaparate que consiguió captar toda mi atención: rebajas de hasta el
80%. Como para no detenerse, aunque sólo fuera por curiosidad. El corazón me
latió con fuerza, rebrincado, como la leona que olfatea la gacela en la sabana
–lo que se aprende durante la siesta, incluso con los ojos cerrados-. Una vez
dentro del establecimiento, como por arte de magia, el gigantesco 80% del
escaparate desapareció, sustituido por otras cifras de menor atractivo y
reducción: 10%, 15%, 20% en el mejor de los casos. Desilusionado, en parte
engañado, me dispuse a abandonar el comercio cuando en el último instante, en
esa mirada postrera y llena de esperanza en la que deseamos atisbar El Dorado
tras nuestro largo viaje, descubrí el hipnótico 80% en una esquina, muy cerca
de los probadores. Como quien contempla un milagro, como el que se enfrenta a
una resurrección del pasado, alucinado y extasiado, me acerqué hasta la mágica
esquina coronada por la mágica cifra. No me fue necesario avanzar más de dos
metros para descubrir que las prendas rebajadas al 80% eran de la época en la
que Madonna cantaba el Like a virgin
y que, seguramente, en su momento –cuando fueron confeccionadas- tuvieron que
tener un precio menor al que anunciaba la “descomunal” rebaja. Que los Spandau
Ballet, en versión inflada, casi neumática, hayan vuelto tantos años después tiene
su gracia, pero tampoco es como para regresar a aquella moda horrible de
hombreras exageradas y desafiantes tonalidades que te dejaban los ojos y el
alma en estado de shock, cuando no malheridas o mutiladas, en el peor de los
casos.
La
primera impresión –empleando la palabra “impresión” en su versión más
impresionable- no mermó mi entusiasmo y continué como mi jornada de rebajas,
intacta mi ilusión, a pesar de todo, ya que toda rebaja que se precie requiere
de tiempo, paciencia y dedicación, que es la santísima trinidad de la ganga
soñada. A las puertas de un gran comercio una multitud se agolpaba, me fue
imposible no acordarme de aquellas películas medievales de mi infancia en las
que una muchedumbre enfurecida se enfrentaba, sólo con la ayuda de un pelado y
afilado tronco, contra el portón del castillo, desafiando a la lluvia de
flechas, al aceite hirviendo que caía desde las almenas y hasta al foso con
puente levadizo. Aquella multitud pretendía invadir, pacíficamente, eso sí, el
comercio que anunciaba sus rebajas de ensueño. Contagiado, rodeado de semejantes,
me uní a la humana masa, y traté de hacerme un hueco empleando codos, regates,
zancadillas y demás artimañas que he aprendido y/o padecido en mis años de
rebajas. Entre la marabunta, arropado en decenas de sudores y demás aromas, por
un instante pensé que esa tablet de precio escandaloso podría ser mío o que
aquel abrigo de más marca que tela podría acabar en mi armario. Sin embargo, la
experiencia y veteranía que intuía en las posiciones delanteras me desanimaba.
Cuando las puertas al fin se abrieron, nos convertimos en esa agua que escapa
rabiosa del embalse que apenas puede
contenerla. Ni tablet ni abrigo, y específico la cantidad porque sólo había
uno, una unidad, una y uno y no más. En realidad, la publicidad era literal y
cruelmente exacta: tablet tal y cual con un 60% de descuento. Una tablet, sólo
una. Un abrigo, sólo uno.
Dicen
que las rebajas, comprar, da igual el precio o descuento, elimina ansiedad,
libera complejos, transmite placer, te ayuda a desconectar, reduce tensiones y
demás satisfacciones, según le escuché el otro día a una psicóloga. Puede ser,
que no seré yo el que lo niegue. Aunque, visto lo visto, las rebajas también
pueden llegar a convertirse en una especialidad deportiva sin medallas en las
Olimpiadas, en un safari sin rifle entre la maleza de perchas y etiquetas o en
una aventura de dudosa utilidad en la que refugiarse en un triste y cansino día
prelaboral, por ejemplo. También esconden las rebajas, de la manera más
material, frívola si usted quiere, esa posibilidad de cambio, de ascenso, de
alcanzar un objetivo, que la mayoría alimentamos o deseamos en nuestros sueños
más íntimos. Y ante eso, nada podemos hacer o decir. ¿Quién no ha intentado
alguna vez conquistar su 80%?
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