El otro día tuve la ocurrencia de preguntar por qué
es famosa Kate Upton. Menuda ocurrencia. ¿Porque su bisabuelo inventó la
lavadora? Es cierto que la inventó, o por lo menos estuvo en el grupillo. La
lavadora le ha hecho muy bien a las mujeres, y no es éste un comentario
machista, todo lo contrario. Muy realista. Si los hombres, mayoritariamente,
nos dedicáramos o compartiéramos las tareas del hogar, sí podría decir que la
lavadora nos ha venido bien a todos y todas, pero no. La lavadora posibilitó
que muchas mujeres despegaran las rodillas del suelo y no les salieran callos
en los dedos. No creo que el bisabuelo de Kate inventará la lavadora por un
sentimiento o impulso feminista, más bien por vender electrodomésticos a
espuertas, y si lo hizo por tal motivo, que seguro que no, puede que no
estuviera muy contento con la trayectoria de su bisnieta. Evidentemente, Kate
Upton no es célebre por el supuesto invento de su bisabuelo, pero lo curioso es
que necesitaría una docena de artículos y hasta puede que un ensayo de tamaño
enciclopédico para explicarlo. Porque para poder explicar la celebridad de Kate
tendría que explicar esta sociedad que convierte en celebridad a personas como
Kate, y además, que ya es más duro, tendría que explicar por qué lo hace, por
qué lo necesita, porque realmente lo necesita. Muy dura la cosa. Se podría
llamar Kate, Kim, Paris, Belén o Ginna, en los últimos años asistimos a la
elevación de una serie de estrellas, la mayor parte de ellas femeninas, de las
que desconocemos su talento o sus habilidades para alcanzar tal notoriedad. Son
las nuevas princesas.
Desde
hace ya algunos años se ha insistido en la necesidad de acabar con determinados
estereotipos que perjudican la imagen de la mujer y que influyen de forma
negativa en las adolescentes, especialmente. Trastornos como los de la conducta
alimentaria, anorexia o bulimia, o depresiones a edades muy tempranas son
la cara b de un disco que repite a diario cómo ser la chica diez, una nueva
princesa, la mujer perfecta, bajo los parámetros de la belleza, estrictamente.
Acomplejarse, sentirse pequeña, diminuta, gorda o fea –sólo el 3% de las
mujeres están contentas con su físico- en esta falsa realidad teñida de
pasarela es fácil, muy fácil: cualquier medida que se aleje de la repetida
90-60-90 es sinónimo de fracaso. Hemos entendido, o así lo quiero creer, la
necesidad, acaso “hipócritamente correcta”, de criticar revistas, series,
películas, spots publicitarios y demás soportes que nos muestren a una mujer
que sólo destaque por sus cualidades físicas. Esas nuevas princesas de serie y
saldo, barbies del siglo XXI sin oficio reconocido y con muchos Ken a su
alrededor. Paris, Kim o Kate son las gurús que inspiran la vida de millones y
millones de adolescentes atraídas por la fama, por la vida fácil que viene de
la mano de un físico perfecto. La belleza, o una forma de belleza –para gustos,
colores-, como una llave maestra que abre todas las puertas.
Pero esta realidad no se detiene entre las páginas de esas revistas que
denominamos rosas o en la televisión, desgraciadamente trasciende al exterior.
En casa, los que somos padres, tenemos que vencer o esquivar a toda esa
poderosa intoxicación mediática para que nuestras hijas no se sientan
prisioneras en su propio cuerpo. Para que crezcan seguras, fuertes, sin
complejos; para que sean mujeres reales y que no sufran por algo tan frío y
superficial como el físico, porque, desgraciadamente todavía hoy, demasiado les
tocará luchar y padecer en el futuro por el simple hecho de ser mujeres. Con
frecuencia, pienso en cómo afrontaré esta cuestión con mi hija. Ella es aún
pequeña, tan sólo cuatro años, y creía que era pronto para que mensajes de
estas características llegaran a su cabeza y, lo que es peor, surtieran efecto.
Estaba equivocado, porque a pesar de su temprana edad ya hay toda una serie de
elementos que sin duda pueden modelar su escala de valores. Y no sólo hablo de
los juguetes y su importante carga sexista, que no deja de ser una lamentable
realidad que mantenemos entre todos. En el colegio, algunas de sus compañeras
empiezan a celebrar sus cumpleaños en esos centros donde las chicas son
“princesas” durante todo un día. Embutidas en fluorescentes batas rosas, son
maquilladas y peinadas a conciencia, no falta la manicura, y la sesión concluye
con un deslumbrante desfile ante la atónita mirada de padres y madres. Tan
pequeñas les marcamos el camino: la felicidad consiste en desfilar convertida
en una princesa teñida de rosa. Tal vez Kate Upton jugara a esto de pequeña,
soñaba ser una princesa, y si no lo hizo doy por hecho que le habría encantado.
Y mientras, la lavadora que supuestamente inventó su bisabuelo sigue girando.
Al centrifugar, los colores se convierten en uno solo.
El Día de Córdoba
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