Desde que recuerdo, las denominadas cápsulas del tiempo me han despertado un gran interés, tanto cuando son colocadas bajo la primera piedra de un magno edificio, como cuando son descubiertas por casualidad como sucedió hace unas semanas. Frente al Congreso de los Diputados, bajo la estatua de Cervantes, encontraron una cápsula del tiempo, de plomo, que conservaba perfectamente los enseres encerrados en su interior. Cuatro tomos del Quijote –que para eso los pies del insigne escritor descansaban encima-, en una edición de 1819, un Diario de Aviso de Madrid, una biografía del general Mina, diversos retratos de Isabel II, un calendario, un manual de forasteros, monedas, varios ejemplares de la Gaceta de Madrid y demás documentos, muchos de ellos relacionados con la organización administrativa y judicial de la época. Todos los objetos encontrados estaban cubiertos por un desinfectante de intenso olor que, según los expertos, ha propiciado que esta cápsula del tiempo cumpla con su objetivo: la perfecta conservación de su interior. Un interior que va a ayudar a historiadores e investigadores a tener una mayor información, más real y concreta, de la época en cuestión. Hay quien ya califica la cápsula del tiempo encontrada bajo la estatua de Cervantes en Madrid, frente al Congreso de los Diputados, como la mejor, en cuanto a aportación de conocimiento y estado, de entre todas las encontradas hasta la fecha. En la actualidad, seguimos enterrando cápsulas del tiempo, necesitamos conectarnos con el futuro, dejar rastro y testimonio de lo que somos. Necesitamos, de alguna manera, permanecer.
Seguramente, la mayoría de nosotros, en esa lata de bombones que por elegante y delicada nos negamos a tirar al cubo de la basura o en esa caja de madera que protegía aquel vino que se nos avinagró, sin quererlo o pretenderlo, creamos nuestra propia y particular cápsula del tiempo. Entradas de cine o de conciertos especialmente disfrutados, puros de bodas, chapas de aquellos grupos de juventud que nos entusiasmaron, la tapa de una cerveza que nos pareció extraña y novedosa, un ticket de metro de París o Nueva York, fotografías de diversa índole, los auriculares de nuestro primer viaje en el AVE, la entrada de un museo. De tanto en tanto, en una mudanza, cuando toca pintar, descubrimos nuestras cápsulas del tiempo y recordamos lo que fuimos, cómo fuimos, esos momentos que en su día calificamos como inolvidables pero que los años han escondido bajo los escombros de la memoria. Si las cápsulas del tiempo son importantes para entender nuestra trayectoria personal, las que aparecen o colocamos bajo un monumento o edificio nos hablan de un país, de una sociedad, de una época. Muchos han creído que algo parecido podría suceder en Granada, en la fosa de Alfacar, como si encontrar una tibia o una costilla de Federico García Lorca nos lo devolviera a este presente nuestro. Da igual donde se encuentren los restos físicos de Lorca, carece de importancia, porque Lorca sigue vivo, muy vivo, en cada uno de sus poemas, cada vez que se representa una de sus obras, en su mensaje.
Cada vez que tengo noticia de la colocación de una nueva cápsula del tiempo me intento informar de su contenido exacto, pero casi nunca lo cuentan al detalle, y suelen repetir lo de siempre: los periódicos del día, un ejemplar del BOE y otro de la Constitución, poco más. A menudo me pregunto si no le estamos haciendo un flaco favor a los historiadores del futuro y que, tal vez, deberíamos ser más realistas y menos administrativos. Porque en una cápsula del tiempo que pretendiera representar nuestra actualidad con franqueza debería contener un ejemplar de la revista que adelantó en exclusiva el nuevo rostro de Belén Esteban, un póster de Cristiano o de Messi, una homilía de Rouco Valera, una copia de Spanish Movie, un ejemplar de lo último de Dan Brown o la trilogía de Larsson, una bebida light, un cedé de Joaquín Sabina, una fotografía de Obama, el número de mujeres que padecen la violencia machista, una videoconsola con mando a distancia, bayas de Goji, un tarrito de Botox y un buen fajo de euros, además de los preceptivos periódicos y demás documentación oficial. A grandes rasgos, así podría ser el interior de una cápsula del tiempo –de este tiempo- que se ajustase a nuestra realidad actual. Y me pregunto, ¿si alguien encontrase una cápsula del tiempo como ésta, que pensaría de nosotros?
El Día de Córdoba
No hay comentarios:
Publicar un comentario