El paseíto de mi juventud, también lo llamaban el tontódromo,
comenzaba en Telefónica, que era donde quedábamos, aunque también lo
podíamos hacer en David Rico, depende, a continuación recorríamos Las
Tendillas, Gondomar, avenida del Gran Capitán, lo de Bulevar es posterior, Los
Tejares, que algunos de mis amigos, por influencia de sus padres y abuelos,
citaban como el Generalísimo, antes de volver a Las Tendillas, vía Cruz Conde.
Eso era como la vuelta de calentamiento, como hacen los de la Fórmula Uno, un
presentarse y mostrarse y ver como estaba el patio, antes ir a Bocadi o Lucas,
según las apetencias de ese día, o perrito o bonito con tomate. Mis hijos, y
mis nietos, si los tengo, en su posible tontódromo, de seguir
existiendo, no recorrerán Cruz Conde, dirán que pasean por Foro Romano, que si
uno se dedica un instante a pensarlo tiene su cosa, su encanto, y hasta nos
representa, nada más se ponga uno a excavar cuatro metros. Y lo más importante
de todo, es que dirán y pasearán por Foro Romano, Avenida del Flamenco,
Derechos Humanos o Corto Maltes con la naturalidad del que no tiene memoria y
familiariza el primer instante como algo que siempre estuvo ahí. Nuestra
sociedad, todas las sociedades, cambian, evoluciona, mutan, se transforman en otras,
a veces peores, pero normalmente mejores. Se amplían derechos, se conquistan
nuevos espacios de libertad individual y colectiva. Los modelos de familias y
de relaciones cambian, los más agoreros siempre anticipan una nueva Sodoma y
Gomorra y luego nuestra sociedad, la colectividad, la ciudadanía, nos da una
lección y nos demuestra que es más sabía y respetuosa de lo que nosotros mismos
somos capaces de imaginar. Las sociedades cambian porque, sencillamente, todo
cambia. El combustible, las tapas, las fiestas, las palabras, los partidos
políticos, los presidentes, los grupos de moda, las modas, el ancho de los
pantalones, los peinados, los ídolos, los malvados, los delitos, las musas, los
barcos, las gafas, los mejores jugadores de cualquier deporte, la arquitectura,
el 4G, la placa base, las recetas, las cerraduras y la televisión.
Y si una sociedad cambia, si los individuos que la forman
también lo hacen, así como todos los elementos que influyen en ella, de un modo
u otro, cómo no iban a cambiar el nombre de sus calles. Y si, además, esas
calles conservan denominaciones que nos trasladan a un pasado amargo para
demasiadas personas, por qué seguir permitiendo el pellizco, el mal recuerdo,
incluso la ofensa, cuando se puede optar por la neutralidad y la limpieza, por
la calma, de nombres que no afectan a nadie, que no alteran, de ningún modo, la
convivencia. Nombres sin un mal recuerdo. Hay quienes se parapetan en la
tradición, en lo de toda la vida, para ningunear, cuando no despreciar, el
lenguaje no sexista, la violencia de género, la ecología o la diversidad
sexual, por ejemplo. Esos mismos, qué casualidad, los de siempre, porque son lo
de siempre, los de toda la vida, rechazan todo lo concerniente a la Memoria
Histórica, y lo hacen amparándose en multitud de justificaciones que se pueden
simplificar en una sola: para qué remover el pasado.
No es solo cambiar el nombre de unas calles,
retirar unos cuantos bustos y emblemas o sacar los restos de un dictador de un
edificio público, es recuperar la paz social, aceptar que formamos parte de una
sociedad que es consecuente y cálida con todos sus miembros. Es limpiar heridas
y cerrar cicatrices, es borrar de una vez esa anormalidad que el tiempo y la
tiranía consiguieron hacernos creer que formaba parte de la normalidad. No
obstante, comprendo que las nuevas nomenclaturas no sean del gusto de todos. A
mí, particularmente, me encantan que Corto Maltés y Librero Rogelio Luque
formen parte de nuestro callejero, por todo lo que han supuesto para nuestra
ciudad, y Foro Romano, como antes señalaba, me gusta mucho, advierto distinción
y elegancia histórica. Sin embargo, me habría gustado una calle Eduardo García,
así como otra Nacho Montoto, honrar a nuestros poetas, y amigos, en la que
dicen ciudad de la poesía. Y rotular un polígono industrial como Las afueras,
en homenaje al poemario de Pablo García Casado. Pero todas estas discusiones y
disquisiciones son menores, y asumibles y lógicas porque no dañan a nadie, no
escuecen, forman parte de la rutina del debate, pero no son el rescoldo de un
pasado de dolor.
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