miércoles, 31 de octubre de 2018

EL GEN SALVAJE


Recientemente he leído en una revista de carácter científico que en realidad todos deberíamos ser intolerantes, que no alérgicos, a la lactosa y que los que no lo somos es porque hemos reformulado nuestra propia biología, no nosotros, millones de antepasados durante millones de años atrás, y quienes sí lo son es porque mantienen relativamente pura su genética original. Es lo que los científicos denominan “genética salvaje”. Cómo me gusta el término. En realidad, nuestro organismo solo debería admitir la lactosa como alimento durante nuestros primeros años de vida, durante el periodo de lactancia, tal y como hacen el resto de mamíferos. Para eso sí estamos preparados, biológicamente. Porque la verdad es que los humanos somos los únicos que seguimos consumiendo leche a largo de nuestras vidas, en los decenas de formatos que almacenamos en el frigorífico, de la supuestamente entera conservada en el brick al queso más añejo e intenso, pasando por toda clase de batidos, yogur, postres, etc y etc. El convertir la leche en un alimento de primera necesidad, durante millones de años, es lo que propició esa modificación genética que consigue que lo extraordinario se convierta en algo casi normal. O sea, domesticamos o adiestramos a nuestra propia genética, seguramente a base de diarreas, vomitonas y demás exabruptos estomacales. Esta reflexión, que yo he expuesto tan torpe y bruscamente y que en la publicación científica Investigación y Ciencia se puede leer con todo lujo de detalle, pura pedagogía, me ha procurado un sinfín de imágenes y similitudes, más allá de la lactosa. Y eso que lo de la lactosa me ha dejado boquiabierto, debo reconocerlo.
Concepto maravilloso, con multitud de interpretaciones: la genética salvaje. Tal vez nacemos predispuestos para no asumir, admitir, tolerar o participar, en determinados actos, discursos, ideas o sentimientos, ya sean individuales o colectivos, y con el paso del tiempo pasamos de la admisión a la propagación, sin apenas dolores de estómago, cuando ya le hemos puesto bozal y correa a nuestro propio gen. Esto me traslada a una reflexión complaciente, quizá, positiva, seguramente, y hasta equivocada, probablemente, de nosotros mismos. Una reflexión que nos indica que, en esencia, en nuestro origen, por naturaleza, somos buenos, a grandes rasgos, y que el paso del tiempo, las circunstancias, los roces y las intoxicaciones nos van transformando en otra cosa, hasta el punto de que llegamos a asumir con naturalidad, y en ocasiones hasta con gusto, la “lactosa” del odio, del rencor, de la violencia o de la sinrazón como un alimento más, o como el gran alimento, el que verdaderamente da sentido a nuestras vidas. Hablemos, pues, de seres adulterados, mutantes, flexibles, polucionados, contaminados negativamente en la mayoría de las ocasiones, capaces de convivir con rasgos que no son inherentes a nuestra propia naturaleza como si tal cosa. Sigo creyendo en el gen salvaje, a pesar de todos, a pesar de esos muchos que se empeñan cada día en demostrarnos que las fronteras de lo que no debería ser pueden llegar a ser infinitas, como una galaxia inabarcable y desconocida que somos incapaces de explorar.
Suena a título de novela de Chabon, Foster Wallace o Franzen, la genética salvaje, y yo tampoco lo descarto para el futuro. Aclarado el título, tengo mis serias dudas sobre el contenido de la novela y muy especialmente del protagonista, y es que me temo que habría demasiados candidatos, todos ellos con grandes “habilidades” y posibilidades, hasta al punto que decantarme por uno de ellos sería un tarea extenuante, por sí sola. Y lo mismo me sucedería con el escenario o con la trama, y es que miro alrededor y contemplo decenas de posibles localizaciones, y todas válidas. Tan alta concurrencia y competencia me provoca un hondo pesar, también me provoca miedo, tengo que reconocerlo, hasta el punto de pensar muy seriamente en someterme a un test de tolerancia a la lactosa para saber en qué punto, cuál es el estado actual de mi gen salvaje. Pero me encuentro con un nuevo problema: qué tipo de “lactosa” debo analizar. Desgraciadamente, son demasiadas.

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