Recientemente he leído en una revista de carácter
científico que en realidad todos deberíamos ser intolerantes, que no alérgicos,
a la lactosa y que los que no lo somos es porque hemos reformulado nuestra
propia biología, no nosotros, millones de antepasados durante millones de años
atrás, y quienes sí lo son es porque mantienen relativamente pura su genética
original. Es lo que los científicos denominan “genética salvaje”. Cómo me gusta
el término. En realidad, nuestro organismo solo debería admitir la lactosa como
alimento durante nuestros primeros años de vida, durante el periodo de
lactancia, tal y como hacen el resto de mamíferos. Para eso sí estamos
preparados, biológicamente. Porque la verdad es que los humanos somos los
únicos que seguimos consumiendo leche a largo de nuestras vidas, en los decenas
de formatos que almacenamos en el frigorífico, de la supuestamente entera
conservada en el brick al queso más añejo e intenso, pasando por toda clase de
batidos, yogur, postres, etc y etc. El convertir la leche en un alimento de
primera necesidad, durante millones de años, es lo que propició esa
modificación genética que consigue que lo extraordinario se convierta en algo
casi normal. O sea, domesticamos o adiestramos a nuestra propia genética,
seguramente a base de diarreas, vomitonas y demás exabruptos estomacales. Esta
reflexión, que yo he expuesto tan torpe y bruscamente y que en la publicación
científica Investigación y Ciencia se puede leer con todo lujo de detalle, pura
pedagogía, me ha procurado un sinfín de imágenes y similitudes, más allá de la
lactosa. Y eso que lo de la lactosa me ha dejado boquiabierto, debo
reconocerlo.
Concepto maravilloso, con multitud de
interpretaciones: la genética salvaje. Tal vez nacemos predispuestos para no
asumir, admitir, tolerar o participar, en determinados actos, discursos, ideas
o sentimientos, ya sean individuales o colectivos, y con el paso del tiempo
pasamos de la admisión a la propagación, sin apenas dolores de estómago, cuando
ya le hemos puesto bozal y correa a nuestro propio gen. Esto me traslada a una
reflexión complaciente, quizá, positiva, seguramente, y hasta equivocada,
probablemente, de nosotros mismos. Una reflexión que nos indica que, en
esencia, en nuestro origen, por naturaleza, somos buenos, a grandes rasgos, y
que el paso del tiempo, las circunstancias, los roces y las intoxicaciones nos
van transformando en otra cosa, hasta el punto de que llegamos a asumir con
naturalidad, y en ocasiones hasta con gusto, la “lactosa” del odio, del rencor,
de la violencia o de la sinrazón como un alimento más, o como el gran alimento,
el que verdaderamente da sentido a nuestras vidas. Hablemos, pues, de seres
adulterados, mutantes, flexibles, polucionados, contaminados negativamente en
la mayoría de las ocasiones, capaces de convivir con rasgos que no son
inherentes a nuestra propia naturaleza como si tal cosa. Sigo creyendo en el
gen salvaje, a pesar de todos, a pesar de esos muchos que se empeñan cada día
en demostrarnos que las fronteras de lo que no debería ser pueden llegar a ser
infinitas, como una galaxia inabarcable y desconocida que somos incapaces de
explorar.
Suena a título de novela de Chabon, Foster Wallace
o Franzen, la genética salvaje, y yo tampoco lo descarto para el futuro.
Aclarado el título, tengo mis serias dudas sobre el contenido de la novela y
muy especialmente del protagonista, y es que me temo que habría demasiados
candidatos, todos ellos con grandes “habilidades” y posibilidades, hasta al
punto que decantarme por uno de ellos sería un tarea extenuante, por sí sola. Y
lo mismo me sucedería con el escenario o con la trama, y es que miro alrededor
y contemplo decenas de posibles localizaciones, y todas válidas. Tan alta
concurrencia y competencia me provoca un hondo pesar, también me provoca miedo,
tengo que reconocerlo, hasta el punto de pensar muy seriamente en someterme a
un test de tolerancia a la lactosa para saber en qué punto, cuál es el estado
actual de mi gen salvaje. Pero me encuentro con un nuevo problema: qué tipo de
“lactosa” debo analizar. Desgraciadamente, son demasiadas.