Debo de reconocer que me encantan los debates y
hasta las trifulcas culturales, o culturetas, según el tono y modo que se
adopten, ya sean públicas o privadas. Con mis amigos, por ejemplo, discuto
sobre el mejor disco de The Cure, que pronto veremos en directo, sobre si
Jarmusch evoluciona o se autogestiona, sobre los últimos trabajos, por
llamarlos de algún modo, de Calamaro o sobre tal y cual libro o autor, sobre
esas maravillosas series que devoramos, asuntos de temporada, y así todo. Supongo
que son asuntos que importan poco, que no son prime time, pero que a mí
y por suerte a muchísimos más, más de los que pensamos, nos importan, ya que
forman parte de nuestras vidas. Somos legión, sí. Y es que yo no imagino una
vida sin libros, sin canciones, sin películas. Me temo que tendría que
calificarla de otro modo y que, como poco, sería mucho más aburrida y también
tengo claro que mucho, muchísimo, más triste. Una vida con muy pocas vidas, o
algo así. Por eso, me encanta, y disfruto, cada vez que las discusiones
culturales escapan del ámbito de lo privado y alcanzan la notoriedad de lo
público. Recientemente, Arturo Rico y Paco Pérez, o tal vez se traten de Paco
Cervantes y Arturo Alatriste, se han liado a mamporros verbales por unos
dineros, el mal uso del lenguaje de género o el ego de cada cual, escoja usted
la respuesta que más le satisfaga. Egocentrista, dijo Moreno Bonilla,
otro gran precursor de nuestro idioma. Casi retransmitida por entregas, los
académicos de la Lengua han salvamizado tan insigne institución
mostrándola bronca y desmedida, por momentos, aunque también más humana, a
pesar de sus giros quijotescos y sus oratorias de otro tiempo. Acabaremos
dándoles las gracias, pioneros a su estilo.
Aunque la gran polémica –cultural- de los últimos
tiempos la encontramos en Suecia, ni más ni menos, con la reciente concesión
del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan. ¡¿Bob
Dylan?! Lluvia
de críticas, memes, comparaciones y reflexiones de todos los colores y
tamaños, para todos los gustos, del vinagre más avinagrado a la mermelada de
frambuesa. Es curioso, que esta controversia, esta disputa no tuviera lugar
cuando los premiados fueron Harold Pinter y el recientemente fallecido Darío
Fo. Que levante la mano quien tenga libros de estos autores en casa y que,
encima, los haya leído. El mismísimo Richard Ford, que por obra y talento lo
merece, se preguntaba el otro día en Oviedo que si lo de Dylan no es
Literatura, ¿qué lo es? Todo y nada. Entro en la discusión, pero desde el
plano de que hay autores que lo merecen más que Dylan. O sea, por motivos
puramente literarios, porque yo sí considero que es Literatura –musicada, pero
Literatura- lo que nos ofrece. Hablemos de Pynchon, volvamos a Ford, Roth por
supuesto, incluso de Auster, pero no tanto de Murakami, por mucho que las casas
de apuesta lo alienten. Mantengo una relación bipolar con el autor japonés, lo
aborrezco y lo admiro al mismo tiempo, como consecuencia de lo que considero
una obra excesivamente irregular, sin uniformidad. Aunque hay que agradecerle,
como a tantas otros autores, que por moda o por lo que sea haya empujado a la
lectura a miles de nuevos lectores. Con tiempo, suerte y otras lecturas
superarán la enfermedad.
A mí, particularmente, lo que más me alegra del
Premio Nobel a Dylan es el reconocimiento expreso que se realiza por parte de
la Academia Sueca, buque insignia de eso que nos presentan como “alta cultura”,
del Rock como una expresión cultural más. Sí, que el Rock es cultura, claro que
sí. Ya era hora, sí, ¡ya era hora! Ha costado, pero lo hemos conseguido. Hay
que entenderlo como una constante en la Historia del Arte, tardamos, tardan los
eruditos, en aceptar y asimilar las nuevas tendencias. Por esa regla de
tres, Rubén Blades podría ganar el Cervantes, me preguntaron con sorna. Pues
claro que sí, y hasta el Nobel, que también se premia la Literatura en español,
acuérdese usted de Cela y Vargas Llosa, respondí. Parece que, tal y como
canta Dylan en su mítica canción, todo se consigue si resistimos, si
aguantamos, como un canto rodado. Pues vamos a ello, como salmones contra la
corriente.
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