martes, 13 de septiembre de 2016

LA VIDA EN EL RETROVISOR


Tengo amigos que se pasan las horas en Internet buscando esas legendarias bicicletas de los ochenta que reinaban en las calles de nuestra juventud. Esas bicicletas que contaban con nombre propio como el caballo del Cid, antes de que llegaran las grandes superficies e impusieran el anonimato. Bicicletas, en la mayoría de las ocasiones, con mecanismos y materiales más arcaicos y rudimentarios que los empleados en la actualidad, más incómodas y pesadas. Y más caras, mucho más caras si uno se detiene un instante a establecer la lógica relación entre dinero y tiempo. Haga las cuentas. Yo mismo me he sorprendido rastreando en la Red a la caza de una Motoretta, que era la aristocracia de las bicicletas de mi juventud, un sueño imposible para la economía familiar. Un bici elefantina y armatoste, poco manejable, como la mayoría de todas esas bicicletas que tratamos de recuperar del pasado. Es cierto, en todo lo cuantificable, en todo lo analizable y comparable materialmente, y sin tener en cuenta los criterios estéticos –ahora son bastantes más feas-, es absurdo comprar una bicicleta con veinte o treinta años de antigüedad si no es para ponerla en un escaparate o como mero elemento decorativo. Bicicletas, automóviles, videoconsolas o equipos de sonido, da igual. Afortunada o desgraciadamente, para gustos colores, no siempre acudimos a la lógica, a la razón y a lo cuantificable a la hora de tomar nuestras decisiones. En la moda también nos seducen, o tal vez sería mejor decir: colman nuestros deseos, con modelos e imágenes de aquellos años ochenta y noventa que tenemos tan idealizados y que con bastante probabilidad no fueran para tanto. Eso sí, nosotros éramos más jóvenes, muchísimo más jóvenes, asquerosa e insultantemente jóvenes, unos primerizos en todos los sentidos y aspectos. Y cuando recuperamos camisetas, macutos, automóviles, discos, artilugios varios, películas, libros, anuncios o bicicletas de aquellos años puede que, de un modo que nos cuesta entender o que, simplemente, no queremos explicar, llegamos a creer, no sé si a sentir, que volvemos a ser esos jovencitos que un día fuimos. Y no, conjuguemos el verbo en presente, como poco.
No es de extrañar el furor, el éxito arrollador y contagioso, de Stranger Things, la serie de televisión que ha cautivado a millones de espectadores en este interminable verano que ya dura más de lo que nuestros cuerpos y aires acondicionados están dispuestos a resistir. El sueño de las compañías eléctricas, para desgracia de nuestras cuentas corrientes. Calores aparte, que es un tema cansino, calino e insomne, Stranger Thing... sigue leyendo en El Día de Córdoba

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