Envidio
Sant Jordi, esas calles colmadas de flores y libros, esas colas multitudinarias
a la caza de una dedicatoria, las cifras de ventas, las pilas de títulos que menguan
conforme pasan las horas. Envidio esa tradición de convertir el libro en un
objeto de consumo, de regalo, que se compra, que se paga. Envidio esas ferias
del libro rebosantes, de codazos, de rebuscar en las mesas esa nueva entrega
del autor favorito. Envidio todos esos momentos, tan escasos, tan
irregularmente desperdigados en el tiempo, en los que el libro es el gran
protagonista, el tema de conversación. Si comparamos todos los eventos,
fiestas, tradiciones y demás celebraciones multitudinarias, las que se celebran
en torno al libro son las más desangeladas, las más tranquilas, las menos
bulliciosas. Y sin desmerecer ninguna celebración, creencia o inquietud,
faltaría más, se nos llena la boca exaltando las bondades del libro, todo lo
que supone para nuestra construcción personal, todo lo que nos aporta, el
alimento que recibimos, pero a la hora de verdad nos esmeramos, y pagamos, para
que nuestros hijos luzcan la camiseta oficial de tal o cual equipo o porque
estrenen un vestido de faralaes, compramos a plazos caras videoconsolas o los
apuntamos a tal o cual cofradía, y no nos gastamos el dinero en un libro. Tampoco
los incitamos a leer. Y los libros no son caros. Es más, me atrevería a decir
que es el elemento cultural más barato que existe, baratísimo en determinadas
ocasiones, si tenemos en cuenta todo lo que recibimos a cambio, el tiempo que
permanecemos a su lado. Hay libros, pocos, contados, que permanecerán dentro de
nosotros el resto de nuestras vidas. Que influirán en nuestra personalidad, en
nuestra manera de entender el mundo y sus cosas. Pero, claro, tenemos que darle
una oportunidad y abrirles la puerta de nuestra rutina.
A
pesar de las campañas institucionales -o no-, a pesar de los cambios en los
sistemas educativos, ya he perdido la cuenta de los que llevamos, a pesar de
que, en teoría, somos más avanzados –que no es sinónimo de “cultos”-, el libro
sigue siendo un elemento extraño, ajeno, en nuestras vidas. Ese tiempo que
calificamos como de ocio, y que en multitud de momentos bien podríamos
calificar como de alcantarilla, preferimos emplearlo en contemplar tóxicos programas
de televisión que nos muestran esa parte del decorado donde se extiende, como
una hiedra salvaje, el cartón piedra, todo es mentira. Necesito desconectar,
nos repetimos, para justificarnos de lo que no tiene justificación, se mire por
donde se mire. Y los libros ahí, arrinconados, esperando ese día de puertas
abiertas que en demasiadas ocasiones solo es un débil e imperceptible hilo de
luz, que la oscuridad del olvido no tarda en devorar. A veces pienso que
tememos a los libros, que sentimos una especie de miedo o de repulsión hacia
ellos. Y escuchamos: a mí la lectura me aburre, a quien generalmente nunca lo
ha intentado o que, como mucho, se quedó en una rocosa lectura de la infancia o
primera juventud, obligada por el profesor de turno, con su mote y sus cosas.
Los libros no cuentan con segundas oportunidades, no. Una vez aborrecidos,
aborrecidos serán para el resto de la eternidad.
Disfruto
el 23 de abril, me esfuerzo en disfrutarlo y en vaticinarle un futuro más
halagüeño, más cálido, a los libros. Puede que se trate de mi particular
utopía, ya que eso significaría que tenemos una sociedad más libre, más culta,
más abierta, más sana, menos intoxicada. Quien lee, crece, y si todos los
hacemos, si pasa a convertirse en una cotidianidad colectiva, todos seremos más
grandes. Es tanto el placer que me reporta la lectura que me cuesta entender
que no haya quien, al menos, se haya interesado alguna vez, por lo menos una vez.
He viajado, amado, padecido, reído, llorado, he sentido miedo, atracción, pena,
alegría con un libro entre las manos, sin necesidad de despegar los pies del
suelo. Adoro los libros, como objetos, como contenedores, por su aliento, por
su compañía, por su presencia. Y les debo mucho, mucho, en todos los aspectos,
vitalmente, me han educado, me han formado; emocionalmente, creo que soy mejor,
o lo intento, gracias a ellos. Tal vez me hayan salvado, incluso resucitado. No
imagino una vida sin ellos, entre ellos, con ellos. Por eso el 23 de abril es
para mí una fiesta, pero también una necesidad, de reivindicación, admiración y
reconocimiento.
El Día de Córdoba
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