Es
una profesión/vocación hermosa, que siempre he admirado y homenajeado con algo
de envidia, no lo oculto. Cosas de la incapacidad. Es también una necesidad,
una de las patas más sólidas sobre la que ha de sustentarse la libertad, la
Democracia. Y sin embargo, también es el periodismo hoy, tal vez más que nunca,
una profesión peligrosa. O tal vez podamos hablar de “vocación de riesgo”.
Estas afirmaciones no sólo afloran en mi interior gracias al recuerdo de Julio
Anguita Parrado, nuestro paisano fallecido, del que hemos vuelto a hablar y
mucho tras la concesión del premio que lleva su nombre. Por cercanía, los
únicos recuerdos personales que conservo de Julio son las de un chaval moreno y
menudo que jugaba por Santa María de Gracia. Ya nunca más volví a saber de él,
hasta que comencé a leerlo en la prensa y, sobre todo, cuando falleció en
aquella absurda e ilegal guerra en las que nos metieron por la bravucona
cabezonería de unos cuantos. Contemplaba en la pantalla de la televisión su
fotografía y yo seguía viendo al chaval moreno y menudo que jugaba por las
callejuelas del Realejo, y con el que nunca tuve la menor relación. Julio
Anguita Parrado, como tantos otros periodistas, murió en acto de servicio. Una
expresión que mayoritariamente aplicamos a los militares, a los cuerpos de
seguridad del estado, a los bomberos, pero que también se aplica,
desgraciadamente a los periodistas, en infinidad de ocasiones. Lo hemos vuelto
a comprobar en la locura de Siria, donde se juegan el tipo en las calles de
Homs, mostrándonos una guerra sin orden ni concierto, si es que alguna los
tiene. Hasta semana ha sido prolífica en estos tristes acontecimientos. Pero
los periodistas, entendidos como un sector laboral, no sólo sufren los horrores
de la guerra, padecen otros ataques, que si bien no proceden de un arma de
fuego, puede acarrear el mismo final: el silencio. La ceguera.
La
actual crisis económica que atravesamos, y que desgraciadamente estamos en el
camino de que también sea social y generacional –lo que no deja de ser más
preocupante-, se ha cebado especialmente con los medios de comunicación.
Circula menos dinero y hay menos anunciantes, lo que repercute directamente en
los medios, ya sean impresos, radiofónicos, audiovisuales o digitales. En estos
anunciantes incluyo a las diferentes administraciones públicas, que
tradicionalmente han sido buenos clientes y que hoy en día no sabríamos como
definirlas. Craso error, ya que si en su momento se inyectó dinero público en
el “ladrillo” se tendría que haber actuado del mismo modo con la prensa. Porque
cuando los medios comunicación lo pasan mal, como ahora, no sólo estamos
hablando de las dificultades que pasan sus profesionales, de la pérdida de
puestos de trabajo. Hablamos de que se hace más pequeña una sociedad, un país,
enmudece, pierde parte de su voz, de su transparencia. Algunos descerebrados
aglutinados en torno a un supuesto grupo de comunicación que no cumple con su
cometido –y que no pasaría nada si desapareciera porque no cumple con el mínimo
exigible para formar parte de la definición-, han festejado con grotesca
algarabía que el diario Público dejara de llegar a los quioscos. Qué pena y qué
miedo me dan estos destellos de la extrema derecha.
Público
no ha sobrevivido los golpetazos de esta crisis que cada vez que abre la boca
consigue agitar cimientos y hasta derribar edificios que creíamos firmes y
sólidos. El que un medio de comunicación desaparezca es una mala noticia que no
debería celebrar nadie. El que un periodista muera es una tragedia que nos debe
convulsionar, ya que nunca forma parte del conflicto, nos lo cuenta haciendo
honor a su profesión. Julio Anguita Parrado murió, lo asesinaron, demasiado
joven, cuando apenas nos había ofrecido un pequeño adelanto de lo mucho que nos
habría de ofrecer en el futuro. Perdimos una voz u otra mirada que ya no
podremos tener. Con la desaparición de Público sucede algo similar, se nos ha
ido otra perspectiva, otro ángulo desde el que analizar y exponer la
información. Porque esa es una de las grandezas del periodismo: la pluralidad.
Pluralidad que siempre es enriquecedora y necesaria. Una palabra que molesta a
algunos, a esos que festejan que un periódico no llegue a los quioscos, porque
tal vez su fiesta –y hasta su orgasmo- pase por el pensamiento único, por una
sola mirada. Hay quien con la ceguera es feliz, como anestesia, como estado
vital. No seamos nunca una sociedad ciega, porque entonces seremos peores.
El Día de Córdoba
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