Hay
palabras que desnudan, otras que ocultan, o que insinúan. Hay palabras que por
sí solas tienen la capacidad de mostrarnos mil significados, mientras que otras
necesitan de alianzas, de combinarse con otras palabras, para poder tener vida
propia. En la semana que concluye, coincidiendo, casual o interesadamente, con
el Día Internacional de las Mujeres se ha hablado mucho de las palabras, de
nuestro idioma. Y hemos escuchado y leído términos como inclusiva, no sexista,
tontería, feminazi –incluso- o discriminación, según quién aportara su
visión del asunto. Todo como consecuencia de un informe emitido por la Academia
de la Lengua respecto a los manuales de lenguaje no sexista o no
discriminatorio que se han publicado en los últimos años. Si por algo se
caracteriza nuestro idioma es por su capacidad evolutiva, regenerativa, incluso
vampírica. Un idioma que es absorbente, en el sentido de que no dudamos en
españolizar palabras y expresiones que nos llegan de fuera. Y ha sido la propia
Academia de la Lengua la que ha abierto las puertas de esta evolución constante
de nuestro idioma. De hecho, este español que hablamos, o chapurreamos hoy,
apenas se parece a ese castellano viejo y cadencioso de La Celestina o El
Quijote. El español, o castellano, ha ido cambiando al mismo ritmo que lo ha
hecho España. Teniendo en cuenta esto, esa capacidad de adaptarse a cada
tiempo, es normal que nuestro idioma haya ocultado a las mujeres durante
siglos, ya que ha sido la propia sociedad la que lo ha hecho. Las mujeres no
existían, simplemente, y por tanto nuestra lengua no se veía en la necesidad, o
en la obligación, de mutarse para cobijarlas.
Yo
era muy pequeño cuando comenzaron las primeras “apariciones” de las mujeres en
nuestro idioma. Y hubo revuelo, ya lo creo. Recuerdo las burlas, comentarios
similares a los que he escuchado durante estos días, pero la única verdad es
que muy pronto comenzamos a asimilar con la más absoluta normalidad que una
mujer podía ser definida como Alcaldesa, Presidenta, Abogada, Jueza o Doctora y
no como la alcalde, la presidente, la abogado, la juez o la doctor. Haga
memoria y comprobará que le suena lo que le acabo de relatar. Eso fue un logro
de las mujeres, de las feministas especialmente, pero también del nuevo
concepto de sociedad. Una sociedad en la que una mujer “podía” ser abogada,
jueza o doctora. Y nuestro idioma denominó lo que antes era invisible,
simplemente. No termino de entender, por tanto, la postura de la Academia, que
siempre se ha caracterizado por su “amplitud de miras”. No olvidemos que
palabras como coño, muslamen o escáner, sólo por poner algunos ejemplos, han sido aceptadas,
mientras que se muestra reticente a la hora de aceptar un idioma inclusivo en
el que quepa la sociedad en su conjunto. No hay que “destruir” el español para
que esto se produzca, tal y como se ha indicado, basta con acudir a este idioma
nuestro, tan sabio y tan rico, capaz de acogernos a todos y todas. Y, desde
luego, tengo muy claro que todos los documentos procedentes de las
instituciones públicas, así como de servicios a la ciudadanía deberían estar
redactados con lenguaje inclusivo, que debería ser una premisa indispensable e
irrenunciable. Le puedo asegurar que, tal y como nos sucedió con La Abogada, no
tardaríamos en asumirlo y hasta en naturalizarlo como algo propio.
Como
les decía, este debate ha coincidido con la celebración del 8 de marzo, y lo
que no me gustaría pensar es que se trata de una cortina de humo para ocultar
la difícil realidad de las mujeres. Podemos recordar sus terribles números:
menor salario, menos derechos, mayor “trabajo” en casa, violencia de género
–que no debemos relacionar con el aborto-. Las mujeres se encuentran en una
difícil situación, no sólo es que no avancen en derechos, es que empiezan a
perder los conquistados. La Reforma Laboral es un magnífico ejemplo, si se
detiene un instante a leer y a interpretar su letra pequeña podrá descubrir que
hasta la lactancia puede ser objeto de “negociación” de la empleada con el
empleador. Y si a eso le añadimos las “grandes” reflexiones del ministro Wert
–que si tomara parte en Gran Hermano no me cabe duda de que sería el primer
expulsado, y por aclamación popular-, culpando a las mujeres del deterioro
educacional de las familias por su incorporación al mercado laboral, ya podemos
imaginar el peligro que corre el concepto de igualdad como una manifestación
real. No debemos renunciar, por tanto, al valor de las palabras, no las
despreciemos, porque sí lo hacemos estamos asimilando que nuestra sociedad se
ha estancado o, lo que es mucho peor, que está retrocediendo.
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