La trituradora de técnicos
Como
aficionado atemporal y desmedido, desde muy pequeño, los entrenadores de fútbol
me han generado sentimientos agridulces y contradictorios. Sentimientos de
difícil conexión, debido a las abismales distancias de sus génesis. Es muy
difícil de explicar; por un lado he llegado a sentir rabia cuando he
considerado que no acertaban con un cambio o con una alineación, y por otra han
despertado mi compasión cuando los he visto contra las cuerdas, tras una mala
racha del equipo en cuestión. En cualquier caso, a lo largo de los años, he
comprendido que se trata de una profesión a ratos injusta, porque en un solo
instante pierden todo el protagonismo; desmedida, porque habitualmente se les
considera, y consideramos, como únicos responsables de todos los males;
errante, sin una dirección fija que escribir en el remite de la carta; y
generosa temporalmente, cuando se está en activo, y en categorías de cierto
nivel, ya que el salario es superior a la media del resto de trabajadores.
Vivimos
en un país con treinta millones de entrenadores, reales, y unos cuantos de
miles, con el título oficial bajo el brazo. Tras la mayoría de cada uno de
nosotros se esconde un entrenador de fútbol, que sacamos a la palestra frente a
la pantalla del televisor, en el estadio o en los desayunos. Todos nos
suponemos con el suficiente aval y experiencia –y me refiero a las
interminables horas que hemos ejercido de espectadores-, para emitir un juicio
o apreciación, o, simplemente, nuestra disconformidad. La mayoría de nosotros
no nos atreveríamos a discutir las decisiones de un abogado, de un médico o de
un arquitecto, y sin embargo, al entrenador de fútbol siempre lo tenemos en el
punto de mira, y no le perdonamos ni la mínima. Cada partido, cada cambio, cada
rectificación o declaración, es un duro examen a superar. El entrenador que la
semana pasada nos pareció maravilloso, vanguardista y modélico, a la semana
siguiente –y si el Sevilla te mete cuatro, por ejemplo-, puedes llegar a aborrecerlo
y desearle el más inminente y duro de los castigos. Seríamos felices viéndolo
defenestrado, en la cola de la Oficina de Empleo. Entonces, en plena
ofuscación, no nos acordamos de las familias de los entrenadores, de sus
sentimientos y demás circunstancias personales.
La
maleta de los entrenadores, como es de suponer, requeriría de toda una novela
–o tratado-. Maletas errantes y trabajadas, mil veces engordadas y vaciadas. Maletas
descosidas por el uso o el maltrato, maletas como únicas compañeras en los
momentos más difíciles. Imagino a la sufrida maleta, escuchando las apenadas
conversaciones de su propietario con los familiares lejanos, padeciendo las
soledades de las frías habitaciones de los hoteles. Imagino a la maleta del
entrenador contemplando el resumen del partido en la televisión, viendo los
pañuelos en las gradas, las declaraciones amenazantes de los directivos, las
críticas de los comentaristas. También puedo imaginar, por otra parte, a una
maleta incómoda, deseosa de malos resultados, suplicando el cese, ya que no
termina de adaptarse al clima, a la habitación o a las vistas de la ciudad
ocasional en la que reside.
Han
sido muchos los entrenadores, y sus maletas, que han desfilado por nuestra
ciudad en los últimos años. Los hemos tenido de todas las procedencias y tamaños;
artesanales en sus planteamientos, complicados en sus galimatías sin resolver;
existencialistas en su propia supervivencia; prácticos, reservados y siempre,
todos, perecederos –como yogures que se agrian antes de lo indicado por la
fecha de caducidad-. A ninguno de ellos los hemos dejado plantar raíces en
nuestra tierra, ni tan siquiera se han visto obligados a cambiar de maleta. La
mayoría de ellos se fueron con la misma que llegaron.
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