Estoy
que no vivo en mí desde que leí el otro día la noticia. Lo estoy pasando
realmente mal, pero mal. Muy mal. Y lo estoy pasando mal porque se ha creado en
mi interior una sensación de culpa de la que no me puedo desprender, que me
está ahogando, matando poco a poco. Nada de sonrisitas, que esto es muy serio,
que no está el horno para bollos. Vaya, ya lo he vuelto a hacer, no me termino
de creer que con mis palabras puedo estar despertando sentimientos perversos a
quien me lee. Tengo que medir mis expresiones, cada palabra, cada posible
interpretación. Porque todo es interpretable, claro, y no me puedo permitir el
lujo que yo sea transmisor de perversiones, ya sea con intencionalidad o no. La
cosa está que arde. Y dale, cómo voy a decir “la cosa está que arde” y quedarme
tan pacho, que esas palabras pueden llegar a esconder imágenes perversas. ¿La
cosa, qué cosa, por qué arde? Arde porque hay fuego, ¿no?, llamas, calor,
temperatura, fiebre… y ya no sigo hilando, que al final tienen razón y lo que
hacemos desde los periódicos no es otra cosa, y dale con la cosa, que enfermar
a los más inocentes. Acabamos con el candor de los bienpensantes, rellenamos
sus cerebros con palabras que son dardos contra la moralidad, con una señal de
dirección obligatoria hacia el pecado. Me temo que los redactores y editores de
los periódicos, de éste y de cualquiera, que nadie puede eludir su
responsabilidad, deben tener una nueva y esencial misión: analizar con
detenimiento cada palabra, cada frase, para que los lectores no puedan sentir
la chispa que enciende su parte pecadora, su parte maligna, esa que les conduce
a las oscuridades de la perversión y que, como cantos de sirena, pueden estar
cubiertas por hermosos disfraces, pero que no dejan de ser el abismo y el
vacío, todo lo malo. Lo más malo, malísimo.
Por
eso, cuando escuché la noticia, antes de esta primera reflexión que me inculpa,
y de qué manera, corrí hasta llegar a casa y, como un poseso, abrí la mochila
de mi hijo. Necesitaba comprobar con mis propios ojos que lo que acababa de
escuchar no se cumplía en los libros del colegio. Repasé los textos con minuciosidad,
página a página, Matemáticas, Lengua, Conocimiento del Medio. Éste último fue
el que me provocó mayor desazón, ciertos pasajes de un claro contenido voltaico
si uno se detiene a pensarlo, los potritos junto a sus mamás, cómo han nacido
esos potritos, por qué hay que explicarles, tan pequeñitos, que unos animalitos
nacen de la barriguita de sus madres y otros salen de huevos. Con lo fácil que
sería resumir y considerarnos a todos ovíparos, mucho más neutro y pulcro, que
salimos de unos huevos y ya está, huevos que se colocan en donde sea porque sí,
y ya está, pero nada, tenemos que liarlos desde pequeñines, tenemos que
alimentar su curiosidad, incitarlos a buscar respuestas a preguntas que tal vez
sean excesivamente complicadas. Puede que no sea “complicada” la palabra más
exacta, tal vez debería escoger “subliminal”, o, más concreto, “lujuria”. La
veo escrita sobre la nívea candidez de la pantalla en blanco y ya empiezo a
comprenderlo todo.
Y
es que nos colocamos frente a la televisión y todo es desenfreno, locura, en
esta Sodoma y Gomorra que hemos construido y permitido entre todos. Todo vale y
no, todo no vale. Tras el anuncio de un inocente yogur o de un poderoso
automóvil, o mientras que nos informan del tiempo que tendremos durante los
próximos días, acecha el diablo, y ya no tan escondido, podemos ver su rabo y
sus cuernos y hasta sus llamas infernales sin necesidad de poner en marcha
nuestra imaginación. La radio no se queda al margen de esta orquestada sinfonía
de la depravación, esas voces susurrantes y sensuales, ¿me he atrevido a
escribir “sensuales”?, en la madrugada, mientras estamos en la cama, ¿he dicho
“cama”?, nos empujan, desnudan a la bestia que todos llevamos dentro. Lo
siento, no aprendo, cómo he podido escribir “desnudan”. Vivimos en un mundo
contaminado que no tarda en contaminarnos a todos, porque somos transpirables y
absorbentes, devoradores, “carpantas
del pecado”. Vivimos frente a esa tableta de chocolate recién abierta y al
alcance de nuestra mano –esta imagen no tiene desperdicio-. Sin embargo, y
después de todo lo escrito, les puedo asegurar que yo tal vez me arrepienta de
este artículo la semana que viene, o a lo mejor me gusta más, y hasta me pone
–qué poca vergüenza- que alguien se disguste o que sonría o que lo entienda
cómo le dé la gana. Mientras que no pervierta a nadie, pues eso, que cada cual
lo interprete como le plazca. ¿He dicho plazca, eso no vendrá de placer,
verdad?
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