Calles
más o menos iluminadas, que estamos en crisis y la tarifa de luz y el precio de
las bombillas no entienden de sentimentalismos, que el nuevo ministro procede
de Lehman Brothers. Anuncios publicitarios que nos invitan a atropellar nuestra
cuenta corriente porque hay que tener un detalle con los seres queridos y hasta
con uno mismo, ya puestos. Listas en los bolsillos, de todos los tamaños y
colores, de la pasta filo, pasando por los puerros, a ese juguete que no
encontramos en las estanterías. Es Navidad, sí, aunque la prima de riesgo y sus
tecnócratas –y sus voceros- nos miren de reojo antes de advertirnos: hay que
ajustarse el cinturón, la fiesta se acabó, nos tenemos que acostumbrar a una
vida más austera. Y usted tal vez piense, como yo, que lo pienso mucho
muchísimo, ¿dónde fue la fiesta que nadie me invito? ¿Existió tal fiesta? Da
igual, pero hay que pagarla y recoger los vasos sucios y fregar el suelo con
amoniaco, que lo han dejado todo que da vergüenza. Hay quien mantiene que la
Navidad sólo se celebra una vez al año porque no habría quien aguantara dos,
tampoco razón le falta, sobran los motivos. Si uno se detiene un instante a
pensarlo, tal y como hemos hecho con el resto de tradiciones/manifestaciones,
son tal la cantidad de requisitos y condicionantes que hemos introducido que
puede llegar a convertirse en una celebración estresante. Ponme una tila antes
del cava, doble si es posible. Por un lado están los compromisos familiares,
dónde toca este año, con quién toca este año, quién se ocupa del primer plato,
por qué me ocupo del primer plato y estos sólo del postre, por qué toca en mi
casa, por qué hay que comer todos los años lo mismo, por qué hay que cenar tan
temprano o por qué hay que cenar tan tarde. Y es muy fácil que usted responda o
escuche, según, para una vez al año ya
podrías hacer un esfuerzo y no dar la nota, que tampoco es para tanto.
Según el lado en que cada cual se posicione en esta contienda, le toca
responder o preguntar, y ya escoge la intensidad de sus preguntas y de sus
respuestas, a demanda. Trate de controlar el termostato interior, que cuando se
instala en los valores más altos se puede bloquear el cerebro y dar rienda
suelta a su lengua, qué miedo.
Es
Navidad, sí, y volverán a emitir el mismo reportaje de todos los años sobre el
precio que alcanzan las angulas durante esta época o las trufas negras, hasta con
un biopic del cerdo que las recolecta
–que recolecta las trufas, digo, si ya fuera capaz de pescar las angulas, menudo
chollo, ni la gallina de los huevos de oro-. Y comentaremos el discurso del
Rey, y resaltaremos lo dicho y lo omitido, normal también, que en todas las
familias, hasta en las más respetables y reales, siempre hay un muerto en el
armario. Es Navidad, pero tampoco caigamos en el pesimismo más recalcitrante,
por un día, o por varios si fuera posible, ignoremos a ese locutor mañanero que
nos advierte de que esto se hunde. Nos lo advierte tanto, nos pone tan mal
cuerpo, que ya estamos predispuestos a todo, a cualquier sacrificio, que
entenderemos como necesario –aunque nunca estuviéramos invitados a esa fiesta
que nos cuentan que una vez hubo-. La fiesta es hoy, piense en eso, celebre lo
que le dé la gana, que todo vale, aunque no haya angulas o trufas negras en el
menú.
Un
gesto escondido en las entrañas de la memoria, un sabor que recuperamos y que
sabe igual después de tantos años, un sonido que tal vez escuchamos en la cuna
–y que permanece en nuestro interior, para nuestra sorpresa-. Es Navidad y
siempre echaremos a alguien en falta, pero estamos los que estamos y eso es lo
que debemos poner en valor, más, festejar y celebrar como se merece. Debo de
reconocer que la Navidad con hijos pequeños es más Navidad, y que muchos de los
inconvenientes, todas esas facturas a pagar, las preguntas y las respuestas,
desaparecen. Porque hay sonrisas y emociones que no se construyen desde el
artificio, que no son producto de la mercadotecnia. Nacen de esa inocencia que
inunda la infancia. Tan frágil y tan cálida. Además, los hijos son la excusa
perfecta para regresar a la infancia sin necesidad de justificaciones, sin
peajes. Excusas artificiales las nuestras, desde luego, por esas puñetas de la
madurez, que hemos convertido en algo tan ingrato. Es Navidad, sí, y sólo una
vez al año, porque no habría quien soportara dos o porque hay emociones que
caducan con la rutina.
1 comentario:
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