La vuelta al colegio ya está aquí, la prueba más evidente de que el verano, con sus vacaciones y demás componendas, llega a su fin. Gracias a mis hijos rememoro casi en primera persona este regreso a las aulas, con el nerviosismo propio de quien se enfrenta a la novedad. Nueva clase, nuevos compañeros, nuevos maestros. Precisamente de los maestros, de su figura, de lo que representan y constituyen, se ha hablado mucho durante los últimos días. Y me resulta muy preocupante, y hasta mezquino, cuál ha sido el tratamiento que se les ha dado a los maestros en determinadas intervenciones. Entiendo que no soy una excepción, mis maestros, mis profesores, forman parte esencial de mis recuerdos, y no porque los recuerde con cariño, que es así, o por determinadas anécdotas o pasajes, que también. Los recuerdo porque les debo mucho, porque sin ellos no sería la persona que hoy soy; los recuerdo porque fueron fundamentales a la hora de trazar mi trayectoria vital, porque me guiaron, porque me ilustraron, porque me enseñaron, pero también me educaron, completando perfectamente la tarea de mis padres y hermanos. No conservo una imagen negativa de mis maestros, todo lo contrario, porque hasta con los que menos relación mantuve, porque eso que llamamos “química” no funcionó, siempre me aportaron algo positivo; porque lo poco que sé me lo transmitieron ellos. Al cabo de los años, puede que las canas ayuden en estas reflexiones, he comprendido que hay determinadas facetas de mi personalidad y de mis inquietudes que comenzaron a construirse a partir del contacto y del aprendizaje con algunos de mis maestros.
Los colegios abren sus puertas y acogen de nuevo a miles de chavales, somnolientos, felices o enrabietados, que continúan o inician su formación académica. Los sistemas educativos siempre estarán en cuestión, siempre, y yo elogio ese inconformismo permanente. La educación es el valor más sagrado y fundamental que debe mimar y primar una sociedad, por encima de todo y todos, y nunca debe ser complaciente con ella. Tenemos que cobijarnos bajo la piel de un fiscal, y padres, profesionales, organizaciones políticas y ciudadanas, todos, debemos controlar y analizar nuestro sistema educativo, cada día. Porque la educación y, por tanto, esos chavales que hoy llegan con legañas a las aulas, son la única garantía real de futuro y progreso. Si queremos ser mejores, en todos los sentidos, no podemos escatimar ni un solo recurso en la educación. Es más, tenemos que crecer, cada día apostar más y más por la educación. No se apuesta por la educación con recortes, no; no se apuesta por la educación tildando de vagos a los que no hace tanto pretendíamos restituir en su autoridad, qué cruel contradicción. Como decía, en los últimos días se ha hablado mucho de la figura del maestro, y he sentido pánico al escuchar algunas frases, pánico. Dudar de su capacidad laboral contabilizando sólo sus horas lectivas, no sólo es una gran mentira, es un atropello a su trabajo. Si aplicamos esa contabilidad a la representante política que formuló tan irrespetuosa afirmación, y contásemos, por ejemplo, el tiempo que pasa a la semana ante los micrófonos y las cámaras, y no el tiempo que le dedica previamente a preparar esos encuentros con los micrófonos y las cámaras, a lo mejor la cuenta nos arrojaría que sólo trabaja dos o tres horas a la semana. Creo que en el canal televisivo de su comunidad sería algo más, obviamente. Balbucear, como también se ha escuchado, que dos horas más o menos tampoco es tan importante, es no tomarse en serio la cuestión más seria de cuantas nos afectan, es evidenciar una miopía absoluta.
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