Todo aquel que siga esta columna desde sus comienzos, que ya son años y espero que sigan siendo muchos más, usted decide, sabe perfectamente que tengo una especial predilección por los elementos puros, por toda aquella iniciativa, experiencia, personaje o suceso que se define por su pureza, por mostrarse como tal es, sin disfraz, sin máscara, sin poses. El mediocre que exhibe una brillantez fingida, el cateto que juega a ser moderno, el aburrido que intenta por todos los medios ser gracioso o el ignorante que aprende tres coletillas para proclamar una sabiduría inexistente suelen ocupar el blanco de mi diana dialéctica. Eurovisión me parece un evento fascinante cuando es el mayor escaparate de lo hortera protagonizado por horteras convencidos y orgullosos de serlo y me parece lamentable cuando un actorzuelo se cuela, pretendiendo ser hortera. Lo que calificamos como friki, en multitud de ocasiones, consigue hipnotizarme, aunque se me revuelven las tripas cuando alguien se empeña en construirse el personaje sobre una piel de mentiras y oportunismo. El primer Gran Hermano, por ejemplo, sigue siendo una de las mayores aportaciones que el mundo de la televisión nos ha ofrecido en las últimas décadas: era real. Las siguientes ediciones no han dejado de ser un inocuo y repetitivo sucedáneo de la semilla inicial. Hace años, le dediqué un artículo a explicar como la epidemia de lo Light se extiende sobre nosotros, de la comida a la cultura, con mayor velocidad y permisividad de la que deberíamos desear. Huimos de los sabores, lenguajes y comportamientos puros, todo lo matizamos, lo suavizamos, lo envolvemos bajo una tenue neblina que nos mantenga a salvo, que no nos escueza, que no nos hiera. La pureza de la serpiente al otro lado del cristal, aún sintiéndonos a salvo intuimos el peligro.
Obviamente, hay elementos puros que, aún consiguiendo captar mi atención, se sitúan en el extremo opuesto de mis percepciones, posicionamiento o deseo. En muchos casos, la pureza es como esa serpiente que contemplamos adormilada en el terrario: no es deseable estar en contacto con ella. Dentro de la política podemos encontrar algunos ejemplos de pureza que esquivan la demagogia, la indefinición y el cartel publicitario. Y la pureza, como el vino o como el jamón, con frecuencia necesita de tiempo, de reposo, de construcción hasta mostrarse en su plenitud. Esperanza Aguirre, por ejemplo, en sus anteriores responsabilidades políticas, no era tan pura como ahora, genuinamente pura. La recordamos en su etapa ministerial como una Mr. Bean de la cultura o de la educación, a ratos despistada, a ratos sobrepasada, pero Esperanza Aguirre no ha sido la Esperanza Aguirre que hoy conocemos hasta su llegada a la Comunidad de Madrid. Transformada en una Agustina de Aragón de la derecha, con algunos ramalazos de la Angela Channing de Falcon Crest, cada poco ha tenido la habilidad de regalarnos algunas de sus perlas o dardos, según la sensibilidad de cada cual. La última ha sido su ya célebre “pitas, pitas, pitas”.
Me da igual que Esperanza Aguirre dude de la moralidad de la madre de Ruiz Gallardón, que fulmine a sus colaboradores o que haga gracietas sobre sus tacones, lo que me parece absolutamente inaceptable es que trate de ridiculizar a los andaluces. Nos tocó soportar que nos calificaran de indolentes, de analfabetos y de mal hablados hasta llegar a este compararnos con dóciles gallinas que acatan la voz de su amo por un puñado de trigo. Calificativos que luego pasan factura a los populares, como no podía ser de otra manera, cuando nos convocan a las urnas. Curiosamente, estas aseveraciones, que no dejan de ser más que una evidente muestra de falta de educación y respeto, castigan más a los populares que sus Gürtell y Matas, que son auténticos atracos, nunca mejor dicho, a la Democracia. Nunca comprenderé, estableciendo un símil futbolístico, a aquel árbitro que muestra la tarjeta roja a un futbolista por escupir un improperio y apenas castiga a ese jugador que destroza la pierna de un adversario. Pero retomemos la pureza de Esperanza Aguirre, esa capacidad de decir lo que se le pasa por la cabeza sin temor a la respuesta, a la reacción o a la reprimenda. Una pureza que, como la de la serpiente, es preferible contemplar desde la distancia, desde la lejanía, donde su veneno no pueda alcanzarnos.
El Día de Córdoba
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