Hace unos días leí una noticia que me estremeció. Tal vez me estremeció por un corporativismo activo, ya que me tocó eso que llamamos la fibra, y que se localiza en el interior de nuestra interioridad, que debe ser un lugar invisible muy cercano al corazón, o al intelecto, quién sabe. La noticia explicaba con todo lujo de detalles los miles de ordenadores portátiles que se pierden en los aeropuertos norteamericanos todas las semanas, más de doce mil, situándose el de Los Ángeles como líder de este escalafón con más de mil. Lo curioso de este dato no reside en el número de pérdidas, que si tenemos en cuenta los pasajeros que desfilan a lo largo de la semana por los aeropuertos de los Estados Unidos cargados con un ordenador portátil debe ser minúsculo porcentualmente. Lo curioso es que casi el 70% de los ordenadores perdidos jamás son reclamados, como esos perros y gatos que, desgraciadamente, inundan nuestras calles durantes los meses de verano, son abandonados, repudiados, olvidados por sus propietarios. Curiosamente, el mismo artículo indicaba que más del 60% de esos portátiles contenían información confidencial, de gran importancia en algunos casos, de las empresas a las que pertenecen sus respectivos y olvidadizos dueños.
Comprendan que me estremeciera la noticia, ya que mantengo una relación muy intensa –amistosa/laboral, no hay sexo de por medio, por quién me toman- con mi ordenador portátil. Y tal vez no sea la excepción, que imagino a otros muchos y muchas como yo, que tampoco me considero un bicho raro. Las denominadas cámaras digitales han propiciado que apenas traslademos al papel las fotografías que tomamos de nuestros hijos, de nuestras parejas, familiares y amigos. Por la velocidad en la que andamos metidos, o por pereza, en la mayoría de las ocasiones no nos aseguramos de guardar esas fotografías en un CD u otro tipo de almacenador de datos, le confiamos nuestros recuerdos, nuestra memoria, al ordenador. De igual manera sucede con todos los textos que escribimos o con esos power point familiares con edulcorada banda sonora. En gran medida, tal y como sucede con la agenda del teléfono móvil o con nuestras citas personales o profesionales, le hemos confiado buena parte de nuestra memoria a la tecnología. ¿Qué sucede cuándo la tecnología falla –que falla más de la cuenta- o, simplemente, se pierde?
Si partimos de los datos semanales que nos ofrece el artículo citado, en sólo unos meses podemos imaginar una gigantesca nave repleta, del suelo al techo, con los ordenadores portátiles olvidados. Una representación tecnológica, de última generación, de esa biblioteca vaticana y apabullante que nos mostró Carlos Ruiz Zafón en su celebérrima novela. El paraíso de la memoria perdida –no está mal como título para lo que sea-. Cientos de miles de ordenadores que conservan en las entrañas de su disco duro las fotografías más íntimas, nacimiento de hijos, cumpleaños, la primera novia, jugueteos sexuales, las páginas visitadas, o poemas, relatos y novelas, expedientes confidenciales, planos y números, acusaciones, verdades, secretos. Todo aquello que sus propietarios creían guardado en la memoria, la memoria externa que la informática nos ofrece, amontonado en las afueras del olvido. ¿Por qué la mayoría reniegan de su memoria, por qué no quieren volver a saber nada de sus ordenadores personales? También podemos imaginar, desde la picardía ibérica, a todos los familiares de los trabajadores de los aeropuertos norteamericanos estrenando portátiles seminuevos cada semana u ofreciéndolos por Ebay a precios irrisorios. En cualquier caso, llevo ya un tiempo dándole vueltas a esto de la memoria, ese elemento extraño e interno que vamos engordando y adelgazando a lo largo de nuestras vidas. Un compendio de nuestras vivencias, de nuestros sufrimientos y alegrías, de los buenos y malos momentos, que más de uno quisiéramos ordenar y clasificar a nuestro antojo, y que sólo el tiempo cuenta con esa posibilidad. Ante eso, sólo nos cabe vivir el presente sin temor al recuerdo.
El Día de Córdoba
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