En las últimas semanas hay una especie de fiebre vampírica en buena parte del mundo y muy especialmente en nuestro país, gracias al descomunal éxito de Crepúsculo, tanto en su versión película, como en la de libro, de la escritora norteamericana Stephenie Meyer. De hecho, los cuatro títulos que componen la saga se encuentran entre los diez más vendidos, una lista que sigue liderando la genial dupla de Millenium del difunto Stieg Larsson. De las virtudes literarias de Stephenie Meyer no les puedo decir nada, porque no he leído ninguno de sus libros. También es cierto que mis prevenciones hacia la literatura vampírica es muy elevada, ya que son demasiadas las decepciones acumuladas en el pasado. Pero, en cuanto a la película, a pesar de no enamorarme, le reconozco algunos aciertos y virtudes. Está claro que destila un aroma edulcorado a lo Sensación de vivir, y que algunas interpretaciones rozan la hilaridad, con esas poses tan sobreactuadas y esos maquillajes a lo Bruguera –blanco nuclear-, como Backstreet Boys albinos; de la misma manera que la relación a lo Romeo y Julieta es más descafeinada que un perol de mortadela de pavo, cierto. Sin embargo, el planteamiento de que hay dos tipos o familias de vampiros, unos que hacen todo lo posible por humanizarse y otros que se dejan llevar por el frenesí que navega en sus naturalezas, me parece muy interesante, y creo que es una nueva puerta abierta. También me pareció muy divertida, tal vez por delirante, la escena en la que la chica es invitada a una fiesta hogareña o a jugar al rugby con la familia de vampiros –humanizados.
En Crepúsculo, como no podía ser de otra manera, la eternidad, la vida infinita, vuelve a tener un gran protagonismo. Una obsesión que los humanos normales, los mortales comunes, todos nosotros, hemos asimilado/usurpado en gran medida de los vampiros. Primero quisimos que las enfermedades no nos afectaran, después pretendimos ser o parecer jóvenes el mayor tiempo posible, y ahora planeamos no morir jamás, y por eso empezamos a considerar la vejez como un mal que algún día contará con su antídoto. Siempre los hemos contemplado como personajes de la ciencia ficción, producto de la imaginación de un escritor, pero basta asomarse a la pantalla de una televisión o abrir cualquier revista, para descubrir que los vampiros, o su actualización, existen. Vampiros que se nutren de Botox, que decoran sus cuerpos con silicona y demás postizos, que inyectan sus hígados y que desafían a las leyes de la gravedad en su propio organismo, con tal de alcanzar la, de momento inalcanzable, eternidad. También podemos toparnos con otros vampiros, que, como los originales, sólo actúan de noche, en busca de su nueva presa, sangre fresca, aunque me temo que en demasiadas ocasiones olvidaron la capa y hasta la elegancia en cualquier madrugada ultrajada. Vampiros, los auténticos, siempre presentes, propietarios de esa eternidad que tanto anhelamos.
El Día de Córdoba
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