Han pintado los buzones de mi barrio, tanto los amarillos -donde dejamos las cartas-, como los azules. Imagino que habrán pintado los buzones de toda la ciudad, de toda Andalucía y de toda España, supongo. Ahora son más amarillos y más azules, lucen rejuvenecidos, como si reclamaran nuestra atención. Tal vez sea así, que tengo la impresión de que los tenemos muy olvidados en los últimos tiempos, tan entregados como estamos a la velocidad y a la tecnología. Yo, el primero, lo reconozco. Más cómodo, más barato, más de para ya, y todas esas cosas, es cierto, pero infinitamente menos emocionante. Desde que he descubierto esta colorista restauración de los buzones de mi barrio, y quiero pensar que de toda España, voy muy pendiente por la calle en su búsqueda, y todos los que me encuentro los fotografío. Todavía no sé el objetivo, si es que tiene alguno, tal vez sea por recuperarlos para mi vida, una vez más. Y es que durante un tiempo, varios años, los buzones fueron muy importantes en mi vida. Tanto los que se desperdigan por nuestras calles, como los que tenemos en los portales de nuestros edificios. En aquel tiempo más lento y no tan lejano, yo era muy asiduo de los buzones. Muy buzonero. Tanto, que llegué a tener controlados los horarios de recogida y distribución de los carteros, y me encantaba verlos rellenar sus enormes sacas de cuero con las docenas de cartas que almacenaban los buzones. A continuación, muy habitualmente, arrancaban sus vespas -o aquellas furgonetas cuadradas-, dando así por iniciado el traslado de nuestras cartas. Recuerdo cartas, tanto recibidas como enviadas, absolutamente memorables, y en muchos casos fundamentales en mi vida. Cartas, en algunos casos, que aún conservo. Cartas de concursos literarios ganados, cartas de editoriales rechazando mis primeras novelas (¡muchas!), cartas con fanzines, cartas del Diario Pop de Radio 3, cartas de novias, cartas de amigos, cartas oficiales con malas noticias, cartas oficiales con noticias esperadas, postales cariñosas y divertidas.
Sí, lo de ahora es como más eficiente, pero no tiene calor, tampoco tacto. Tiene muchas virtudes, eso no hay quien lo niegue, pero rara vez emocionan. Y es que no valoramos lo fácil, lo rápido, lo que no cuesta, o cuesta muy poco. Nada que ver con aquel tiempo de papel, tinta, sobre, sello y, claro, un buzón. Como los que ahora han repintado en mi barrio, consiguiendo que sean más amarillos y más azules. Entiendo y comparto esta elevación del tono, este llamar la atención entre el resto de mobiliario urbano. Hey, estoy aquí, sigo aquí, nunca me he ido. Creo escuchar que me dice el buzón de la esquina cada vez que paso a su lado. Y cuando creo escucharlo, regreso a aquel tiempo (no tan lejano) cuando iba con mis manuscritos fotocopiados camino de Correos. Fotocopiados y encuadernados por mí mismo con aquellas grapas doradas (que nunca supe cómo se llamaban realmente), con la ilusión y la esperanza puestas en tal o cual premio o en el beneplácito de aquella editorial que nunca respondió. La emoción de recibir una carta, los nervios al abrirla mientras subía la escalera, leer las primeras frases con los ojos muy abiertos. O escribir una carta, ese género que se ha convertido en especie en vías de extinción. Me temo que en el futuro habrá compilaciones de fríos y tristes correos electrónicos, siempre que el disco dure no nos falle.
El género epistolar en su peor momento. Esas correspondencias que nos han llegado, de Capote, Cernuda o Machado, las estudiaremos en el futuro como rasgo de un tiempo que pasó. Un tiempo que hemos llegado a considerar como lento, y que tal vez fue más rápido y decisivo de lo que imaginamos. Y es que acuñamos la definición de la velocidad en cada periodo por el que transcurrimos, sin tener en cuenta muchos elementos que siempre serán esenciales, necesarios, y queridos. No recuerdo la última vez que introduje una carta en un buzón, y esa desmemoria no me agrada, en cierto modo me araña. Sigo la tendencia, me dejo arrastrar por la velocidad, tal vez sea lo que corresponde. Tal vez sea que cambiamos. Mutamos, como un virus, pero todos al mismo tiempo. Seguiré coleccionando fotografías de buzones recién pintados. Que tal vez será mi mayor signo de resistencia.
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