Calculo
que debió suceder como a finales de los 80 o principios de los 90,
hace una pila de años en todo caso, en aquella España colorista de
hombreras alocadas, la Movida en su máximo esplendor, que solo
contaba con dos cadenas de televisión. Pues en la Segunda Cadena,
hasta no hace tanto de eso la UHF (eso ya es cavernícola),
programaron, creo recordar que los lunes o martes por la noche, un
ciclo de películas del gran Alfred Hitchcock. Nada más enterarme,
lo primero que hice fue plantarme en uno de aquellos bazares con
nombres que relacionábamos con gangas legendarias y lejanas, como
Ceuta, Melilla o Canarias, para surtirme de un buen número de cintas
de VHS -sigamos con las siglas
del Pleistoceno-. TDK de 240 minutos, que con suerte grababan dos
películas cada una, si ajustaba bien los tiempos. Para eso
contábamos con el TP, claro, el gran Tele Programa, aquella diminuta
revista que era una especie de Biblia para los teleadictos como yo.
Allí te detallaban, con un tamaño de letra que te maltrataba la
vista en dos segundos los actores protagonistas, el director
y, claro, la duración de la película. Fui muy feliz viendo,
grabando y volviendo a ver todas esas grandiosas películas de
Hitchcock, de la terrorífica Psicosis
(qué mal lo paso si me
ducho y no hay nadie en casa) a
la turbadora Vértigo, pasando por la taquicárdica Los
pájaros o la agónica
Con la muerte en los
talones. Muchas de mis
referencias, y no me detengo solo en las cinematográficas, se las
debo a Hitchcock. Pocos directores han narrado tan bien, con tanta
precisión, esmero y sencillez una historia, sin confundir al
espectador, siendo muy hábil, y economista, con la cantidad de
información que te aporta en cada momento. Recuerdo
al gran maestro del suspende porque recientemente se han cumplido 40
años de su fallecimiento, pero también porque una de sus películas
se ha convertido en las últimas semanas
en una de las grandes
metáforas que resumen nuestra vida en el encierro. Me refiero,
claro, a la
maravillosa La ventana
indiscreta.
No
tan elegantes como el escayolado James Steward -menudo papelón se
marca-, la mayoría sin una Grace
Kelly que nos visite de tanto en tanto, nos apostamos en nuestras
ventanas y, sin necesidad de prismáticos, vamos observando y, sobre
todo, evaluando el comportamiento de los que contemplamos. Ese
de verde, el que va con dos niños, se creerá que somos tontos, que
lleva puesto un chándal y cuando nadie se da cuenta, se pone a
correr antes de tiempo. Aquellos de allí, se nota a la legua que son
coleguitas, seguro que hasta llevan un botellín escondido, que se
toman a las primeras de cambio. Y esa mujer, por favor, que se ha
pasado en dos centímetros el distanciamiento social por el forro,
que juegue con su salud, pero no con la de los demás, habrase visto.
Y los de las azoteas, qué
sinvergüenzas los que tienen azoteas, dándose sus buenos paseos
cuando el resto no hemos podido. Es que deberían haber clausurado
hasta los patios y jardines particulares, oye, que no hay derecho que
haya gente tan bien y otros que
los estemos pasando tan
mal.
Tenemos
la ventana física, la de cristales y puertas, pero también contamos
con esas otras ventanas, virtuales, que
se encuentran en los medios comunicación, que en algunos casos
habría que denominarlos de otro modo, y en
las llamadas redes
sociales, que tan antisociales pueden llegar a ser. En las últimas
semanas se ha abierto la veda y de qué manera, cualquiera
se erige en sheriff del lugar y determina lo que está bien,
lo que está mal, cuándo, dónde y cómo tenemos que actuar. Tal
cual. Ellos tienen miradas telescópicas y determinan distancias y
comportamientos, y por supuesto saben de virus, economía, política,
literatura y de lo que haga falta. Ahí están, no
están escayolados, pero también tienen su tara, rebosan
ejemplaridad y
certidumbre, porque todo lo tienen clarísimo. Y así lo cuentan,
casi ordenan, con tanta contundencia que a los demás, pobres
ignorantes, solo nos queda obedecer, y seguir al pie de la letra sus
sabias enseñanzas. Me
temo que con estos ejemplares el maestro Hitchcock
bien poco podría haber
hecho.
Un remake chusquero, como mucho, al que tendría que haberle
cambiado
el título: La razón
de los idiotas.
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