¿Te imaginas una canción que gana el festival de Eurovisión y que no acaba rugiendo en los altavoces de la pista de los coches de tope? Es su particular prueba del algodón...
Lo
planificamos con la suficiente antelación, como uno de esos acontecimientos que
se quieren disfrutar en toda su plenitud e inmensidad. Preparamos un menú a la
altura de las circunstancias, no se crean que es fácil, ajustamos las horas para
que nada falle y no nos perdamos un solo detalle, y es que son muchos los
detalles. Colocamos la pantalla de televisión en el lugar apropiado, generosa
en volumen, que también hay quien se arranca a bailar –sobre todo en los
instantes finales-. Cada año, junto a mis amigos, celebro y contemplo el
festival de Eurovisión, ese breve pero profundo universo de la Europa que tal
vez nunca existió, de lo hortera –o friki,
que es más contemporáneo-, de lo único por extravagante e irrepetible,
afortunadamente. También es para mí Eurovisión, indiscutiblemente, el eco de la
infancia, el de una señal que se cuela en el blanco y negro de la pantalla,
acompañada de una banda sonora que se te tatúa en la memoria a golpe de
repetición. En aquella España de mi infancia, Eurovisión era nuestra puerta de
acceso al más allá, ese más allá que lo era absolutamente todo, ya que durante
muchos años nosotros estuvimos enterrados aquí, entre los Pirineos y Tarifa,
secuestrados en el amplio sentido de la palabra. El rescate éramos, o eran,
nosotros mismos. Lo cobraron, ya lo creo que lo cobraron. Entonces Eurovisión
no lo entendíamos como un elemento de desenfado y diversión, no, constituía el
sueño, al liberación, volar, escapar, saber que había vida al otro lado de la
puerta. Muchas, y diferentes.
Como nos habían instruido en la persecución absoluta, todos estaban en
contra nuestra, por lo que fuera pero en contra nuestra, que suele ser el
complejo que alimenta el odio del mediocre, entendíamos Eurovisión como la gran
batalla contra nuestros enemigos del extranjero, ese concepto amplio que
acuñamos como sinónimo de perversión, depravación y pecado. En el fondo, claro,
muchos deseaban pecar, “pervertirse” aunque sólo fuera un rato, y cruzaban las
fronteras con excusas sacadas de un vodevil con tal de conocer ese “extranjero”
tentador dominado por el diablo. Eurovisión conseguía que ese mundo extraño y
desconcertante que tanto nos odiaba, pasara por nuestros ojos, en su formato de
lentejuelas y brillos cegadores, aunque sólo fuera durante unas pocas horas al
año. Recuerdos veladas nerviosas, taquicárdicas, junto a mis... sigue leyendo en El Día de Córdoba
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