Nació
para ser pastor, niño yuntero, pero él se empeñó en ser poeta. En su casa le
decían que el colegio no era para él, que necesitaban de su trabajo para seguir
subsistiendo. Aún así, constante y tozudo, hizo todo lo posible por cumplir su
gran sueño. A duras penas, trabajando de día y estudiando de noche, compaginó
las faenas del campo con los libros. Gracias a ellos, a los libros, conoció que
había otros países, otros mundos, otras culturas; descubrió, sorprendido, que
existía la diferencia. La inquietud y la curiosidad le condujeron hacia la
libertad. Murió el poeta muy joven, apenas había superado la treintena. Olor a
cebollas y lágrimas resecas en su pequeña celda. Murió en la cárcel, sólo,
enfermo, repudiado, sentenciado sin juicio. Acabó por cumplirse la pena de
muerte que le fue impuesta unos meses atrás. Un manotazo duro, un golpe helado,
el verdugo, con el silencioso disfraz de la tuberculosis, se coló dentro de su
cuerpo y cumplió eficazmente con su misión. Sus ojos permanecieron abiertos,
tal vez en un último y desesperado intento por atrapar los instantes finales de
su vida. Quedaron atrás sus años por intentar escapar de la inercia de las
penurias y poder estudiar para labrarse un futuro; quedaron atrás la dureza del
campo de batalla, las persecuciones, padecer la crueldad de una guerra
incomprensible; quedaron atrás los atardeceres del levante, sus hijos, su
esposa, su pueblo, y quedaron atrás, sus poemas. Creyeron que muerto el poeta
sería fácil ignorar su existencia y, sobre todo, su obra. Lo siguieron matando,
silenciando su obra, que es la muerte más terrible que puede padecer un poeta.
A pesar de las voces que lo proclamaban desde multitud de puntos del mundo, en
su pueblo escondieron los versos del poeta en las negras fauces de la
represión. Persiguieron a todo aquel que se atreviera a editar sus poemas, o
tan siquiera recitarlos. Pretendieron borrar de la faz de la tierra al poeta,
como si nunca hubiera existido.
Durante
décadas, el nombre y la obra del poeta sobrevivieron en las alcantarillas de la
sociedad. Más allá del océano, a miles de kilómetros, los estudiantes repetían
los versos del poeta y proclamaban su belleza, su calidad y genialidad.
Compatriotas del poeta, que corrieron más suerte que él, que tuvieron la
oportunidad de escapar, en las bodegas de un barco o falsificando sus
documentos de identidad, difundieron sus poemas allá a donde llegaron, lo
gritaron a los cuatro vientos como la esencia de la libertad que había dejado
de existir en su país. Fueron años interminables y duros, de desesperanza, de
rencores incandescentes; muchos llegaron a entender el regreso de la libertad
como un utópico sueño de imposible consecución. Pero el gran dictador murió y
las ventanas comenzaron a abrirse, dejando entrar aire fresco hasta en las
habitaciones más oscuras, en esas donde el olvido se creía ya dueño y señor de
todos sus moradores. Comenzaron a renacer, como flores en la primavera, poetas,
mujeres, políticos, hombres, voces, que creían haber silenciado para siempre.
Por fin, los poemas del poeta se recitaron en los colegios, se imprimían libros
que se podían encontrar en las librerías, en las bibliotecas, sin temor a la
represalia. Se le cantó al poeta, cantamos todos sus poemas, como si se tratara
de un himno que vaticinaba un tiempo bueno y nuevo, un tiempo mejor, en paz y
libertad. Pudimos disfrutar de los recuerdos del poeta, sus dibujos, sus
cuadernos, lo conocimos mejor gracias a la memoria que protegió su familia
durante las décadas del olvido.
Las
generaciones venideras, las que no tuvieron que soportar la claustrofóbica
represión del dictador, nacieron y crecieron en el convencimiento de que el
poeta siempre fue un testimonio vivo, que nunca su voz estuvo encarcelada. Crecieron
arropados en el sentimiento de que la libertad es un estado permanente, que
siempre la hemos tenido a nuestro lado, acariciándonos. Sin embargo, como un
inesperado regreso al pasado, cuando los halcones llegaron al aeropuerto de la
soledad, en la tierra del poeta trataron de esconder los recuerdos del poeta. Se
inventaron justificaciones banales, argumentos imposibles de aceptar. Los
mismos que emplearon para dedicar una calle a uno de los últimos aliados del
dictador. Eliminaron nombres históricos de las plazas, como si trataran de retroceder
en el tiempo. Lo intentaron, sí, pero de nada les servirá. La herencia del
poeta ya reposa entre todos nosotros, para nuestra dicha. Por suerte, no hay
barrotes que puedan recluir al poeta. No es posible perdernos, somos plena
simiente.
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