A menudo tengo la impresión de que las palabras cambian de valor y hasta de significado según pasa el tiempo. Porque hay palabras de moda, que gastamos de tanto pronunciar, y, más, de tanto escuchar, y se vuelven cansinas, pesadas, rocosas. Por eso hay palabras de temporada, palabras sin invernadero, que son producto de una cosecha concreta, de un tiempo. Con frecuencia, palabras sin semilla, algunas desaparecen, especie extinguida que nadie se esforzará en conservar. Aún así existen algunas palabras-lince, que aún en vías de extinción trabajamos para que no nos abandonen, para que siempre estén entre nosotros, aunque sólo sea un ratito, porque son palabras bellas, sanas, beneficiosas. No hago otra cosa que exponer una teoría que me apasiona, que tal vez sólo sea una aspiración personal, las palabras cuentan con vida propia, crecen y se desarrollan, nos cautivan, caminan a nuestro lado, nos cuentan, las contamos, utilizamos, prestamos, maltratamos, invitamos, nos soportan. Pero a pesar de esa vida que les presupongo, las palabras dependen muy mucho de quiénes las pronuncian, no hablemos de propietarios que es un término imposible en este caso, que no hay hipotecas ni pagares suficientes para comprarlas, tan siquiera alquilarlas. Quiero decir que, de una manera u otra, las palabras se amoldan y adaptan a quiénes las pronuncian, y podríamos añadir, fundamental, el cuándo y el cómo. Variables a tener en cuenta.
En los últimos días, especialmente en nuestra ciudad, hemos escuchado con frecuencia la palabra revolución. Un término que puede esconder una belleza veloz, pero que también puede cobijar electricidad, confrontación, regeneración, y no acudamos a la neutralidad del diccionario, que siempre nos remite a un mundo sin personas ni circunstancias. Históricamente, la palabra revolución la hemos vinculado a los grandes y esenciales procesos industriales, que nos arrancaron de las cavernas medievales para instalarnos en la edad moderna; a lo que conocimos como Unión Soviética, que llegó a serlo tras finiquitar con el pasado zarista y hasta la relacionamos con Fidel Castro, que tal vez en un principio empleó la palabra como se merece y que lleva manoseando como un lema repetitivo en la campaña publicitaria más larga, interminable, que se recuerda. Los Beatles puede que nos mostraran el lado más dulce, casi utópico, de la revolución, contestatarios en un mundo y en un sistema bajo sospecha; sus greñas y sus canciones nos enseñaron que otra sociedad era posible, aunque sólo fuera en la imaginación o durante los tres minutos de cualquiera de sus canciones. Emilio Salgari creó un héroe melenudo y revolucionario, Sandokán, al que muy pronto todos conocieron como el Tigre de Malasia. Un héroe exótico empeñado en acabar con las injusticias de la época, un Robin Hood -con estética de los Bee Gees más agudos- que luchó contra el poder establecido. El que toma el sobrenombre del mítico aventurero de Salgari, nuestro Sandokán más genuinamente cordobés, se abraza a la palabra y nos ofrece su particular proyecto de revolución, un proyecto que parte de esa premisa que anuncia la defunción de la política por agotamiento e ineficacia.
Volvamos a esa caducidad de las palabras. Hay quien se empeña en hacernos creer que la política -y por ende la ideología- es una palabra caduca, inservible, especialmente en estos tiempos duros y severos dominados por otra palabra que ya está instalada en el podium de las pesadillas: crisis. Mandan los números y el mercado, nos dicen, y la política no vale, y, por supuesto, no hablemos de ideología, que ya es una palabra en desuso, sin valor alguno. Sin embargo, y crucemos las palabras citadas, yo soy de los que piensa que, en momentos como el que nos envuelve, lo verdaderamente revolucionario es reivindicar la política, como la expresión más democrática y libre que adapta y escoge la ciudadanía. Ciudadanía, otra palabra a encumbrar, y que para nada es un ente abstracto o indefinible; la ciudadanía somos usted y yo y el de más allá. La Política con mayúscula, sí, que es la confianza colectiva depositada en nuestros representantes para cambiar las situaciones, para ofrecer soluciones, para darnos respuestas. Puede que la revolución sea hoy recuperar la ideología, cuando la cuesta es más empinada y las desigualdades nos acechan a ambos lados del camino. No es revolucionario renunciar a la política, todo lo contrario, y no olvidemos que quien abomina de la política siempre esconde una desconfianza hacia la libertad individual. Apliquemos y asumamos las palabras en su justa medida, en su valor verdadero, más allá de las modas, las tendencias o los intereses particulares. Y, sobre todo, por lo que pueda suponer para todos nosotros, no condenemos a determinadas palabras a las catacumbas del olvido.
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