Cielo azul e intenso, diáfano. Restos de arena entre las sábanas, las chanclas a los pies de la cama. Café y tostadas, higos recién cogidos. Recorrimos una carretera estrecha y plagada de baches durante varios kilómetros hasta que por fin encontramos la señal indicada. Giramos a la derecha, entre viñas y muros de piedra. Al final del camino, sobre una pequeña montaña, un diminuto pueblo rematado con los restos de lo que fue una fortificación militar. Enfrente, un cementerio de aspecto alegre, como si quisiera reconfortar, de alguna manera, a sus silenciosos y quietos habitantes. Un hombre reparaba una red entre dos perros escuálidos y ojerosos. En la panadería dos chavales esperaban que el pan terminase de hornear, por el olor que inundaba toda la plaza no deberían faltar más de cinco minutos. Desde lo más alto de la torre, tras ascender por una escalera rojiza y mellada, dejamos que el tiempo pasara contemplando la frontera, la desembocadura del río, el océano, otras torres, los brazos del puente parecen pinchar el cielo, las pequeñas islas que la marea fabrica cada amanecer, las barcazas de colores gastados varadas en la arena, las dunas, el bosque de pinos, la aparatosa mansión sobre el acantilado que las leyendas adjudican a media docena de famosos millonarios. Una mujer, de tez blanquecina alguna vez, mucho tiempo atrás, con chispeante acento nórdico, nos estuvo explicando cómo fabricaba las lámparas de conchas que el viento mecía en su pequeño jardín. Banda sonora melancólica, opereta de olas y de arena, balada de la bruma y el mar. Cuesta abajo, a la salida del pueblo, un huerto con tomates y melones que exhibían sus rubias barrigas entre una tierra negra y mojada.
De nuevo en el coche, un breve trayecto hasta alcanzar el embarcadero, donde marineros con pieles tatuadas por el sol y la sal limpian las cubiertas de sus embarcaciones. Ha sido una jornada tranquila y fructífera, varias cajas de gambas, cien kilos de sargos, muchos más de sardinas, de jureles, chocos del tamaño de una zapatilla del 46, tres chaputas, cuatro peces tambor, que cada día son más raros de encontrar; en verano todo el mundo es marinero, dicen, y bien dicho está. Tres mujeres enlutadas de pies a cabeza, embutidas en esos negros profundos que durante décadas nos fueron tan familiares, limpian una montaña de ostras. No hablan, apenas se miran, sus manos trazan con mecánica exactitud movimientos que tal vez aprendieron antes de nacer, a través del cordón umbilical. En el restaurante sin nombre, bajo un tejado de parras y cañas, no nos sirven las ostras crudas, a la plancha, levemente rociadas por el zumo de un limón. Antes, queso blanco y aceitunas feas y picudas con cerveza muy fría, y paté para untar sobre un pan grueso y rotundo. Sardinas al carbón, acompañadas de patatas cocidas y ensalada, dos botellas de vinho Verde. De postre, tarta de algarroba, ese fruto que alimentó a varias generaciones de españoles y que hoy los basureros recogen de nuestras calles. Las amarguinhas son por cuenta de la casa, nos dice el camarero y brindamos.
El Día de Córdoba
1 comentario:
¡Canalla! (Ya disculparás, pero es lo que tiene la envidia -envidia por ese magnífico viaje y por cómo, para más inri, lo conviertes en literatura...jo- que uno se deja llevar por impulsos como éste). Envidia, por cierto, que se puede aplicar igualmente a tu divertido relato de verano en El Diario, con ese magnífico y sorprendente final "a lo O.Henry"... Enhorabuena (al Diario de Sevilla, naturalmente).
Besos y abrazos cargados de tanto amor como de sana (sanísima)envidia.
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