domingo, 6 de junio de 2010

EL ESPONTÁNEO











España, que es un país de toros, y hasta puede que de cuernos, y no sólo me refiero al asta del animal, cuenta con una gran historia o historial de espontáneos que han pasado a la posteridad a partir de su acción o de su insistencia, repitiendo cuantas veces fueran necesarias su acción desaforada –y premeditada al mismo tiempo-. Manuel Benítez, nuestro Cordobés primigenio y esencial, fue maletilla y espontáneo, burló a la Guardia Civil, a los monosabios o a quien se le pudiera por delante con tal de alcanzar su sueño. O llevarás luto por mí, gritó en su tarde de gloria, y de ahí al podium de la España de pan y circo, desplazando del gran cetro a los mismísimos Beatles, aquellos melenudos de Liverpool empeñados en exportar sus malas costumbres a la casta Iberia. El Cordobés actual, el que se apellida Díaz, Manuel igualmente, también se curtió en la espontaneidad, aprovechando el tirón de una sociedad más mediática y libre. Todos lo conocimos, y ahí sigue. Ya no sabemos si es torero o presentador o lo que sea.

Podríamos calificar a Tejero como uno de los grandes –por conocimiento, no por méritos, claro- espontáneos nacionales –nunca mejor dicho-, pero no creo que sea un calificativo apropiado. Le vendrían que ni pintados otros más gruesos y sonoros, como sus disparos en el techo del Congreso de los Diputados. Antidemocrático y grosero, menudos gritos. El último gran espontáneo que habrá de pasar a la historia de este batallón sin galones en las hombreras se hace llamar Jimmy Jump, que es un apodo que le pega mucho, por simple y aburrido, a semejanza del personaje. Que España es diferente es obvio, por todo, por todos nosotros, y a mí me suele alegrar esa diferencia, nos hace ricos social y culturalmente, no respondemos a los estrictos cánones de un modelo concreto, somos distintos, con todo lo que eso conlleva. En determinas cuestiones, es una opinión personal, me gustaría que fuéramos un pelín más normales, que no nos empeñáramos tanto en dar la nota, en hacer esa gracieta que puede llegar a aburrir por cansina, por repetitiva. Estaba en lo mejor de su actuación nuestro gran Daniel Diges, desplegando gorgoritos y sonrisas, cuando tuvo que aparecer Jimmy Jump, invitado no deseado, con su disfraz retronacionalista. Pero Dani, como el Calderón que no fallaba sus tiros libres en la NBA, como el torero que se juega la temporada con el estoque en la mano, no dudó, sólido como una roca, mostró maneras de elegido, y continuó con su actuación como si tal cosa.

Creyó sentir el intérprete -de ese gran hit para la eternidad titulado Algo pequeñito- que el espontáneo escondía una pistola, un sable, un bazoka o lo que fuera, y no se inmutó, olé. Creí que se trataba de un terrorista, dijo en una entrevista posterior, y a todos nos conmocionó. Tuvo que cantar dos veces el bueno de Dani, un acto casi sin precedentes en la ya extensa historia de Eurovisión, y yo creo que por eso ya no tuvimos opciones del triunfo final, porque todos nuestros rivales pudieron comprobar, por partida doble, como ese algo pequeñito es como un canto ancestral, como esa nana que guardamos en el subconsciente desde que nadamos durante nueve meses en el vientre de nuestra madre, que se te cuela, se te adhiere a la garganta, a la lengua, y no puedes cesar de tararearla. Ya no recuerdo la coplilla ganadora, siquiera recuerdo el nombre del país ganador, pero el estribillo de Diges sigue sonando en mi interior, una y otra vez, cada más pequeñito, chiquitito, canijito, lo que sea.

Daniel Diges no ganó en la puntuación oficial, a pesar del expreso apoyo luso, compañeros de península y fatigas, pero aún así es un ganador moral y sentimental, un okupa de nuestras gargantas y memoria. Puede que Jimmy Jump haya conseguido sus veinte segundos de gloria, ese éxito al que tanto nos ha acostumbrado la sociedad actual, y que no deja de ser el brillo de un latón que no tarda en oxidarse, porque carece de valor. No lo necesitaba Daniel Diges, tampoco Eurovisión, festival entre festivales, este espontáneo de tres al cuarto. Un espontáneo más, otro más, en este teatro de cada día nuestro; y no sólo espontáneos, que se abrazan a la brevedad, intrusos, mucho peor, con intención de perpetuidad.


El Día de Córdoba

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