En estos tiempos de economía derribada, de cuestas arribas paralizantes, de apurados finales de mes, un término anglosajón –nuevamente- se extiende por las portadas de los periódicos, en las publicidades más insistentes y en los mentideros de la rutina: Low Cost. La traducción es bien simple, bajo coste, y se puede aplicar, se aplica, en todos los ámbitos, artilugios y servicios que habitualmente consumimos. Y así tenemos la explosión de los vehículos de bajo coste. El gran Low Cost de la automoción nos viene desde la India, un diminuto y escueto turismo, con poco más que el volante y las cuatro ruedas –creo que no tiene la de repuesto-, que en el país de origen tiene un precio irrisorio pero que en Europa costará casi el doble, unos cinco mil euros, ya que el modelo inicial no cumple con las mínimas normativas medioambientales. O sea, da igual que en la India contamine, por lo que se ve –cuánto nos llevará que este mundo cambie-. El gran reclamo del Low Cost lo han empleado en los últimos tiempos multitud de compañías aéreas. Volar ya no es algo prohibitivo, al alcance de unos pocos bolsillos, por una módica cantidad puede surcar los cielos y viajar a destinos lejanos en el menor tiempo posible. Eso sí, no se le ocurra facturar, que se lo cobran –arrugue las camisas y pantalones en la maleta de mano-, llévese su buen bocadillo envuelto en papel de aluminio, porque no le ofrecerán ni los azucarados caramelos del AVE, y por último, lo que ya me ha dejado absolutamente anonadado –y me quedo corto-, asegúrese antes de introducirse en el avión de pasar por el aseo del aeropuerto y expulsar todo aquello que le sobre, o que le pueda sobrar, ya que alguna compañía se está planteando cobrar por tales menesteres. Dentro de mi gran incredulidad, una gran duda me asalta: ¿todo costará lo mismo? ¿Cómo se tarifará el papel higiénico, si es que hay, por centímetros o será por las veces que se accione la cisterna?
Si lo de los aviones tiene su parte delirante, ya no sé cómo calificar la noticia que leí en un medio digital, indicando que el Low Cost empezaba a desembarcar en los “servicios de compañía”, como consecuencia de la caída de los usuarios –y usuarias, digo yo-, debido a la crisis en la que estamos instalados. Si nos atenemos al espíritu del Low Cost, que cada cual imagine, que yo prefiero concluir aquí con el tema en cuestión. Los ordenadores personales, sobre todo en su versión portátil, de categoría Low Cost, se están vendiendo como churros. Lo que antes pasaba con holgura de los seiscientos euros, en el mejor de los casos, hoy se puede encontrar por menos de trescientos. En realidad, seamos sinceros, es más o menos lo mismo, pero no es lo mismo, ya que no cuentan con disquetera, sus pantallas son un ejercicio de miopía y en determinados modelos los teclados sólo admiten el golpeo con el meñique, si uno no quiere pulsar varias teclas a la vez. Es la esencia y el espíritu del Low Cost, ofrecer al consumidor algo parecido a un producto original, pero con muchísimas menos prestaciones y cualidades. Con estas premisas, tal vez mi madre fuera una gran pionera del Low Cost en el seno de mi familia, una adelantada a estos tiempos que nos ha tocado vivir. Recuerdo aquellos años de grandes apuros económicos, de una nómina paterna lánguida y brevísima, en los que encontrábamos sobre la mesa unas maravillosas patatas estofadas con carne pero sin carne y aquellas lentejas sólo con lentejas –levemente acompañadas por una patata y/o zanahoria- que nos sabían a gloria bendita. Milagros de una excelente cocinera.
Las grandes superficies se han lanzado a una descomunal guerra de los precios a través de sus propios Low Cost, que no dejan de ser las denominadas marcas blancas, que cada día más se extienden a lo largo y ancho de las estanterías. Hay marcas blancas que ya cuentan con gran predicamento, que incluso se solicitan en los establecimientos de la competencia, de la misma manera que hay marcas blancas que se investigan sobremanera. Y así se puede descubrir que tales galletas, cervezas o tomates fritos se elaboran en la misma dirección que otra –otras- con denominación más ostentosa. El Low Cost se abre paso en la mercadotecnia más consumista, ofreciéndose como panacea para sobrellevar estos tiempos difíciles de economías agujereadas. Sería deseable, recomendable, que determinados servicios o productos no siguieran a pies juntillas el modelo. Vaya que acabemos con empastes de escayola –o de plastilina-. Qué miedo.
El Día de Córdoba
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