Me ha vuelto a suceder: los imperceptibles trayectos en el autobús, las noches en vela, los ojos enrojecidos, el corazón maltratado, la ansiedad por avanzar, el desasosiego –más que nunca- tras alcanzar el esperado y temido punto y final. Y, de nuevo, como en la anterior ocasión, no ha pasado tanto tiempo, el mismo responsable: Stieg Larsson. Tras el atracón que gustosamente padecí con Los hombres que no amaban a las mujeres, la primera entrega de la saga Millennium, me autoimpuse acometer la segunda entrega, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, de manera diferente. Más calmosa, disfrutando de la lectura, extendiéndola en el tiempo, saboreándola muy despacio, como si se tratara de un licor exquisito. Lo reconozco, he sido incapaz, no he podido domesticar a mi impaciencia y a mi voracidad y, una vez más, me he entregado al desenfreno, y la gula ha campeado a sus anchas. No me arrepiento, tengo la impresión de que las novelas de Larsson se disfrutan más así, correspondiendo a la intensidad y a la electricidad que nos regala en cada página, nadando al mismo ritmo que lo hace su torrente narrativo. Un torrente que te zarandea, que te empuja a muy diferentes direcciones, contradictorias en algunos casos, tenebrosas la mayoría, confusas, difusas, siempre sorprendentes.
He contado los días hasta volver a tener a mi lado a la deslumbrante Lisbeth Salander, que sigo contemplando, la ratifico, como una de los personajes femeninos más alucinantes que he encontrado en las páginas de una novela. Su aparición en La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, alojada en un hotel de la Granada caribeña, rodeada por media de docena de personajes al más puro estilo Larsson –porque ya existe un estilo Larsson, no me cabe duda-, bajo la terrible sombra del huracán Mathilda, me parece sencillamente magistral, de una tensión narrativa difícilmente igualable. Pero esto no es más que el comienzo de la novela, el aperitivo, Larsson despliega media docena de historias, en apariencia sin conexión, pero que confluyen cuando menos lo esperas. Por supuesto, no me puedo olvidar de Mikael Bolmkvist -o Kalle-, su insistencia y sagacidad siguen siendo armas fundamentales en la resolución de los conflictos. Tal y como sucedía en la primera entrega de la saga Millennium, nos encontramos ante una novela negra con multitud de matices. Aún siendo el fallecido autor sueco muy respetuoso con el género, nos habla de otras muchas cosas: de la madurez, de las relaciones de pareja, de la ambición, del deseo o de la soledad. Y lo hace desde la esencia de lo contemporáneo, de lo actual, de la rutina que a todos nos cobija cada día.
Me parece un acierto que el lanzamiento de La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina haya coincidido con Día Mundial Contra la Violencia de Género, 25 de noviembre, porque, tal y como sucedía en Los hombres que no amaban a las mujeres, Larsson despliega a lo largo del texto una sensibilidad muy especial hacia las mujeres maltratadas, hacia la desigualdad de género, y de ahí que buena parte de sus “mujeres” sean especialmente poderosas, brillantes, seductoras –y no sólo me refiero al plano físico-, con un gran protagonismo en el conjunto de la historia, y la inquietante Lisbeth Salander es un magnífico ejemplo. Una Lisbeth que, en esta ocasión, pasa de ser una Pippi Calzaslargas sensual y estrambótica a una versión encanijada y voltaica de la Uma Thurman de Kill Bill.
En multitud de ocasiones, desgraciadamente, los términos Bestsellers y Literatura son casi imposibles de hacer coincidir, y numerosísimos podrían ser los ejemplos empleados para aseverar esta afirmación. Sin embargo, en La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, así como en la primera entrega de la saga, Los hombres que no amaban a las mujeres, casan a la perfección, sin la menor estridencia. Puede que éste sea uno de los grandes argumentos para comprender el descomunal éxito de Stieg Larsson. Sin necesidad de recurrir a personajes templarios, a tramas que nada tienen que ver con nuestras vidas, apoyándose en las bases más sólidas del género, pero sin dejarse aprisionar por sus fronteras, Larsson consiguió crear una serie de personajes que podemos representar mentalmente, podemos ver sus caras y escuchar sus voces, llegamos a imaginarlos caminar a nuestro lado. Es tan verosímil Larsson narrando que crees sentir los golpes, compartes la tensión del momento, masticas las Billy Pans Pizza o compartes las decenas de cafés o cigarrillos. Y, muy especialmente en esta ocasión, sientes muy cerca el calor que desprende el fuego.
El Día de Córdoba