domingo, 30 de noviembre de 2008

LA CHICA QUE SOÑABA CON UNA CERILLA Y UN BIDÓN DE GASOLINA



Me ha vuelto a suceder: los imperceptibles trayectos en el autobús, las noches en vela, los ojos enrojecidos, el corazón maltratado, la ansiedad por avanzar, el desasosiego –más que nunca- tras alcanzar el esperado y temido punto y final. Y, de nuevo, como en la anterior ocasión, no ha pasado tanto tiempo, el mismo responsable: Stieg Larsson. Tras el atracón que gustosamente padecí con Los hombres que no amaban a las mujeres, la primera entrega de la saga Millennium, me autoimpuse acometer la segunda entrega, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, de manera diferente. Más calmosa, disfrutando de la lectura, extendiéndola en el tiempo, saboreándola muy despacio, como si se tratara de un licor exquisito. Lo reconozco, he sido incapaz, no he podido domesticar a mi impaciencia y a mi voracidad y, una vez más, me he entregado al desenfreno, y la gula ha campeado a sus anchas. No me arrepiento, tengo la impresión de que las novelas de Larsson se disfrutan más así, correspondiendo a la intensidad y a la electricidad que nos regala en cada página, nadando al mismo ritmo que lo hace su torrente narrativo. Un torrente que te zarandea, que te empuja a muy diferentes direcciones, contradictorias en algunos casos, tenebrosas la mayoría, confusas, difusas, siempre sorprendentes.
He contado los días hasta volver a tener a mi lado a la deslumbrante Lisbeth Salander, que sigo contemplando, la ratifico, como una de los personajes femeninos más alucinantes que he encontrado en las páginas de una novela. Su aparición en La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, alojada en un hotel de la Granada caribeña, rodeada por media de docena de personajes al más puro estilo Larsson –porque ya existe un estilo Larsson, no me cabe duda-, bajo la terrible sombra del huracán Mathilda, me parece sencillamente magistral, de una tensión narrativa difícilmente igualable. Pero esto no es más que el comienzo de la novela, el aperitivo, Larsson despliega media docena de historias, en apariencia sin conexión, pero que confluyen cuando menos lo esperas. Por supuesto, no me puedo olvidar de Mikael Bolmkvist -o Kalle-, su insistencia y sagacidad siguen siendo armas fundamentales en la resolución de los conflictos. Tal y como sucedía en la primera entrega de la saga Millennium, nos encontramos ante una novela negra con multitud de matices. Aún siendo el fallecido autor sueco muy respetuoso con el género, nos habla de otras muchas cosas: de la madurez, de las relaciones de pareja, de la ambición, del deseo o de la soledad. Y lo hace desde la esencia de lo contemporáneo, de lo actual, de la rutina que a todos nos cobija cada día.
Me parece un acierto que el lanzamiento de La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina haya coincidido con Día Mundial Contra la Violencia de Género, 25 de noviembre, porque, tal y como sucedía en Los hombres que no amaban a las mujeres, Larsson despliega a lo largo del texto una sensibilidad muy especial hacia las mujeres maltratadas, hacia la desigualdad de género, y de ahí que buena parte de sus “mujeres” sean especialmente poderosas, brillantes, seductoras –y no sólo me refiero al plano físico-, con un gran protagonismo en el conjunto de la historia, y la inquietante Lisbeth Salander es un magnífico ejemplo. Una Lisbeth que, en esta ocasión, pasa de ser una Pippi Calzaslargas sensual y estrambótica a una versión encanijada y voltaica de la Uma Thurman de Kill Bill.
En multitud de ocasiones, desgraciadamente, los términos Bestsellers y Literatura son casi imposibles de hacer coincidir, y numerosísimos podrían ser los ejemplos empleados para aseverar esta afirmación. Sin embargo, en La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina, así como en la primera entrega de la saga, Los hombres que no amaban a las mujeres, casan a la perfección, sin la menor estridencia. Puede que éste sea uno de los grandes argumentos para comprender el descomunal éxito de Stieg Larsson. Sin necesidad de recurrir a personajes templarios, a tramas que nada tienen que ver con nuestras vidas, apoyándose en las bases más sólidas del género, pero sin dejarse aprisionar por sus fronteras, Larsson consiguió crear una serie de personajes que podemos representar mentalmente, podemos ver sus caras y escuchar sus voces, llegamos a imaginarlos caminar a nuestro lado. Es tan verosímil Larsson narrando que crees sentir los golpes, compartes la tensión del momento, masticas las Billy Pans Pizza o compartes las decenas de cafés o cigarrillos. Y, muy especialmente en esta ocasión, sientes muy cerca el calor que desprende el fuego.




El Día de Córdoba

domingo, 23 de noviembre de 2008

25 DE NOVIEMBRE


El próximo 25 de noviembre, martes, es el Día Mundial Contra la Violencia de Género. Una fecha que debería formar parte del recuerdo. Pero no, no; cada pocos días los noticiarios nos informan de que esa lacra, ese maldito terrorismo familiar, sigue siendo una de las mayores muestras de violencia que nuestra sociedad genera. En Córdoba, Barcelona, Madrid o Málaga, Carmen, Lucía, Marta o Ángela murieron este año a manos de sus parejas, y aún restan, desgraciadamente, muchos nombres para completar la lista. Una lista que en demasiadas ocasiones contemplamos desde la frialdad de un mero dato, con la indiferencia de la cotidianidad, porque el horror, como en tantas otras ocasiones, ha dejado de sorprendernos. En la mayoría de los casos, el trágico final fue el diabólico epílogo de una vida repleta de vejaciones, maltratos y humillaciones. La violencia de género es la expresión más nefasta de ese machismo que aún pulula en nuestras venas con tanta libertad. Un machismo generado y mantenido por unas conductas sociales que no queremos expulsar de nuestras vidas, con las que nos sentimos cómodos. Todavía hoy, en el seno de las familias se adjudican los roles de antaño, y la presencia y las funciones de los niños y de las niñas siguen siendo absolutamente diferentes. Las niñas recogen la mesa, aprenden a poner la lavadora, peinan a sus muñecas, se les instruye para ser el cobijo de los padres cuando sean ancianos. Los niños juegan al fútbol, disparan con sus pistolas de plástico. La semilla de la discriminación permanece en la esencia, y la regamos cada día para que florezca.
El Instituto Andaluz de la Mujer, para este 25 de noviembre, nos pide que reaccionemos ante los malos tratos. Lo entiendo como un lema más que acertado, a pesar de comportamientos tan ofensivos y descabellados como el de la desgraciadamente célebre Violeta Santander y su circo mediático costeado por las televisiones. Pero, ¿dónde comienza la violencia hacia las mujeres? Me temo que la bofetada, la paliza o el asesinato no son más que la sangrienta y afilada punta del iceberg, que si nos sumergimos podremos constatar que la discriminación y la injusticia hacia las mujeres comienza muchísimo antes. Un estudio nos ha revelado en los últimos días que las mujeres ganan un 26% menos que los hombres en nuestro país, lo que en términos monetarios se sitúa, en una media ponderada, en unos 5.800 euros, casi un millón de las antiguas pesetas. Hay otros muchos números, siempre negativos, que inciden muy negativamente, en la vida de las mujeres. ¿Cuántas mujeres ocupan puestos de responsabilidad, cuántas son miembros de consejos de administración, cuántas son presidentas o directoras generales de los diferentes organismos o entidades, públicas o privadas? ¿Cuántas mujeres son rectoras o catedráticas de Universidad? La vitoreada conciliación familiar aún sigue siendo una lejana utopía. En multitud de ocasiones, las mujeres han de renunciar a su trayectoria profesional o a la maternidad porque los dos términos son imposibles de encajar en el mismo renglón. Todas estas circunstancias negativas han de entenderse como expresiones reales de violencia contra las mujeres. Una violencia que también cuenta con sus propias cicatrices, con un dolor inherente, con el regusto amargo que deja la falta de libertad y la negación de los derechos. Ante esto, deberíamos reaccionar de forma conjunta y unitaria, establecer un nuevo código social. Ante el derrumbe económico, las grandes potencias no han dudado en señalar que el sistema ya no valía y que es necesario crear uno nuevo, ¿por qué no podemos actuar de semejante manera ante la evidente desigualdad que padecen las mujeres en la actualidad?
El próximo 25 de noviembre, muy pronto, este martes, nos volveremos a sobrecoger cuando los números y los nombres teñidos por el rojo de la sangre se apoderen de las pantallas y de las páginas de los periódicos. Volveremos a escuchar todas esas trágicas historias que creemos haber escuchado miles de veces con anterioridad, y que no son una repetición, son nuevas historias, otras tragedias. Supongo que habrá una época en la que no tendremos que dedicarle un día del año a la violencia que padecen las mujeres, aunque la intuyo aún muy lejana. De momento, deberíamos acordarnos de ellas, de todas las mujeres, todos los días del año, y entre todos, nosotros y ellas, establecer las bases de una sociedad en la que la igualdad plena sea una realidad y no un objetivo a alcanzar.
El Día de Córdoba

domingo, 16 de noviembre de 2008

LA VIDA EN LA PANTALLA


La verdad es que la vida esta nuestra –de cada día- se puede evaluar y contabilizar desde numerosos ángulos, ya que la nuestra es una vida poliédrica, difusa y transparente, recta y curvilínea, en idénticas proporciones. Rara es la semana en la que no aparece un nuevo estudio que analiza y cuenta en lo que invertimos buena parte de nuestro tiempo. El tiempo que le dedicamos a dormir, en la mayoría de los casos menos del recomendable, me temo. El tiempo que le dedicamos a trabajar, ese dato siempre es superior al deseable, sea cual sea su trabajo. El tiempo que pasamos con las manos al volante, o el tiempo que le dedicamos a ir de un lugar a otro. El tiempo que le concedemos a la lectura, siempre debería ser más, sea cual sea el dato; el tiempo que pasamos frente a la televisión, siempre debería ser menos, sea cual sea el dato. El tiempo de nuestras vidas que le dedicamos a estudiar, cocinar, al ocio, al deporte, a ir al cine, a cazar, a pescar, a viajar, a descansar… En fin, son demasiados los vectores que podemos contar y sumar, y me temo que casi siempre los resultados nos sorprenderían, aunque tras pensarlo un instante nos daríamos cuenta de que no son para nada erróneos o exagerados. Hace unos años, Andrés Neuman, escritor argentino afincado en España, publicó una excelente novela, titulada La vida en las ventanas, que narraba las relaciones que se pueden llegar a entablar en la Red, entre los navegantes más asiduos y aventureros. La Red, el ordenador a secas, nos ofrece una de las pantallas a la que más tiempo le dedicamos en nuestras vidas, dependiendo de la profesión o afición de cada uno, pero pensemos en todas esas pantallas con las que convivimos, y a las que le dedicamos una atención mayor de la que imaginamos.
Aunque muchos seamos ya los que nos apartamos de la media más generalista, la primera pantalla –tras la del ordenador- a la que entregamos una buena proporción del tiempo de nuestras vidas es a la de la televisión. La hemos incorporado como un elemento más de nuestras familias, en demasiadas ocasiones –haga memoria- la mantenemos conectada aunque no le prestemos la más mínima atención. Necesitamos escuchar su runrún, saber que está ahí, que no estamos solos, que alguien nos acompaña, aunque sólo sea un electrodoméstico parlanchín. En cierto modo, puede llegar a sustituir a ese loro de antaño, que no necesita aprender, que ya lo sabe todo solito, y al que no debemos dar de comer mientras sigamos pagando el correspondiente recibo de la electricidad. Pero continuemos repasando todas esas pantallas que nos acompañan en nuestras vidas. La pequeña pantalla del teléfono móvil –pdas y similares-, que miramos para saber quién nos llama, para redactar un mensaje o para programar nuestra agenda personal. Las pantallas que inundan las estaciones de tren, las paradas de los autobuses o las terminales de los aeropuertos, en donde podemos leer cuando iniciaremos el viaje o el número de puerta que debemos tomar. La pantalla de las videoconsolas, a las que les entregamos nuestro tiempo y nuestra inteligencia, solventando complicados problemas matemáticos o esquivando a los alienígenas que pretenden invadir nuestro planeta. La pantalla del reloj, ya sea digital o de manecillas, comprobamos si acudimos puntuales a nuestro trabajo, si no llegamos tarde a la importante cita. La pantalla de la alarma de nuestra casa, que nos transmite tranquilidad y desasosiego al mismo tiempo; la minúscula pantalla del termómetro, ansiosos esperamos sus pitidos, que la fiebre haya desaparecido de nuestros hijos en las largas noches de insomnio. La pantalla del mp3 o de la radio, seleccionamos la canción favorita o la crónica del día; la terrible pantalla del despertador, que nos expulsa de la cama con malos modos, sin ningún atisbo de cariño o comprensión.
Paul Auster pretendió pesar el humo de los cigarrillos que consumimos en Smoke. Si nosotros pudiéramos cuantificar las horas que pasamos frente a la pantalla –ante cualquier pantalla- y sumáramos las cantidades, quedaríamos perplejos ante el tiempo que le dedicamos. Y me pregunto, confieso de antemano que no conozco la respuesta, ¿este tiempo entregado a las pantallas supone renunciar a nuestra propia vida, obviar la realidad? En el momento en el que nos encontramos, me cuesta adivinar si la realidad, la vida, se encuentra ya plenamente asentada en la pantalla o sólo es una virtualidad, una fábula, el mayor placebo de esta época que nos ha tocado en suerte. Lo que no me cabe duda, es que, de momento, por mucho que en diferentes ocasiones nos quieran vender lo contrario, los sentimientos y las emociones aún no las podemos encontrar en la pantalla.




El Día de Córdoba

domingo, 9 de noviembre de 2008

DONDE LA ESPALDA PIERDE SU NOMBRE



Hace unos días hemos conocido a los poseedores de los mejores traseros nacionales, una grata noticia en estos tiempos de crisis perpetua y conexiones en directo con los cierres de las Bolsas. He comenzado este artículo atrapado por el niño decoroso que fui, de parvulario franquista y flores a María, y no me he atrevido a llamar a las cosas por su nombre. Hasta me sorprendí el otro día, cuando el presentador encorbatado, impecable el planchado de su chaqueta, miró fijamente a la pantalla, y lo dijo, sí, dijo la palabra, que aunque sólo tenga cuatro letras es sonora y rimbombante: culo. Y la repitió varias veces, sin ningún tipo de pudor o rubor, sin una sonrisilla, sin miramientos, con decisión. Ya no tenemos que rebuscar en las acepciones del diccionario los términos más cándidos, pulcros y suaves. Trasero, nalgas, glúteos o donde la espalda pierde su nombre ya han perdido su hegemonía, ya no son norma, sólo una posibilidad más. Durante años hemos estado esclavizados, ahora lo puedo certificar, porque un culo, es un culo, no se puede calificar de otro modo sin caer en lo absurdo, y cuando divisamos uno en el horizonte que admiramos por cualquier motivo –un culo se puede admirar por multitud de motivos, muchos de ellos inconfesables, claro está-, ninguna o ninguno de nosotros pensamos “vaya pedazo de nalgas” o “vaya maravilla de donde la espalda pierde su nombre”. Eso no lo dice, ni por supuesto piensa, nadie, por mucho que uno u otra se hayan educado en un internado suizo bajo la estricta supervisión de la institutriz que aparecía en Heidi –la avinagrada señorita Rottenmeier-. En estos pequeños detalles compruebo, asombrado, que este país nuestro está cambiando.
Pero retomemos el asunto principal que nos ocupa. Tal y como dijo el presentador del informativo nacional, y pude leer en multitud de medios escritos, Alejandra y Miguel Ángel poseen los mejores culos –sí, he escrito culos y el corrector ortográfico no me subraya la palabra- de nuestro país, y próximamente viajarán hasta la mágica París para intentar conquistar el cetro mundial y convertirse en los mejores culos del planeta, que ahí queda la cosa. Si lo consiguen, se unirán a la senda de los Nadal, Gasol, Penélope, Bardem y compañía, españoles de oro en el mundo. Alejandra y Miguel Ángel sustituyen a Lola y Fernando, que representaron magníficamente a España en la primera edición de este certamen, el pasado año. Además de regalos en metálico y contratos publicitarios, los ganadores del certamen han asegurado sus culos, tal y como en su día ya hizo Jennifer López. Normal, si un tenista asegura sus brazos y un futbolista sus piernas, por qué no habrían de asegurar ellos y ellas sus culos, que no dejan de ser sus herramientas de trabajo. Alejandra y Miguel Ángel han sido elegidos por votación popular, por lo que son una especie de parlamentarios del culo en tanto que lo son, los mejores culos de España, por decisión popular. Las votaciones se llevaron a cabo a través de una página web –que imagino con un número millonario de visitas-, en donde todos y todas podemos disfrutar contemplando los culos de los y las aspirantes y de los y las ganadoras en sus respectivos países. Esta democratización, junto al hecho de que sean hombre y mujer los que participan, también son síntomas de una normalización social más que apreciables. Y es que el culo se ha incorporado con fuerza al mundo femenino. Miento, no es que se haya incorporado, es que por fin lo pueden expresar sin que nadie se lleve las manos a la cabeza. Y así es fácil encontrar una entrevista en una revista o periódico a una mujer, de cualquier ámbito social o profesional, que ante la pregunta qué es lo primero en lo que se fija de un hombre responde sin ningún tipo de complejo: el culo, mientras que hace veinte años habría tenido que decir la mirada, la personalidad o la nariz, que son también mirables, pero que se miran de otro modo, con otros ojos.
Ramón Gómez de la Serna escribió en 1918 su delicioso Senos, que hoy, con toda probabilidad, habría titulado como Tetas, de la misma manera que Juan Manuel de Prada publicó en 1994 su antológico Coños, que a principios del Siglo XX no habría pasado de Totos –por ejemplo-. Este certamen de culos tampoco habría sido posible en la España de no hace tanto, o sí, pero sólo en una versión más casposa, más denigrante, en la que sólo dejarían competir a mujeres, mínimamente cubiertas por tanguitas a lo programa Made in Berlusconi, y que tendrían que desfilar ante un jurado compuesto única y exclusivamente por hombres. Alejandra y Miguel Ángel exhiben con orgullo sus premiados culos ante las miradas de los curiosos y admiradores y ante los objetivos de las cámaras. Tal vez este premio sea el fulgurante inicio de una trayectoria profesional, tengamos en cuenta que el certamen lo organiza una de las firmas más solventes de ropa interior. Pero, sin duda, este premio es la constatación de un cambio social, el del poder llamar a las cosas por su nombre y el mirar de frente, con naturalidad, algo que siempre hemos mirado, de reojo la mayoría de las veces, por el temor al que dirán.



El Día de Córdoba

miércoles, 5 de noviembre de 2008

WELLCOME, OBAMA


GUADALAJARA 2006 (Fragmento)


Germán Buenaventura dejó de respirar durante unos segundos cuando el avión aterrizó en México D. F. Tras varios minutos sobrevolando un océano de casas y fábricas, el avión se coló entre los rascacielos para dejarse caer –nunca mejor dicho- sobre una pista oscura y pequeña, atrapada entre tejados y avenidas.
-Menos mal –dijo Germán.
-Ni me he enterado –dijo la chica que viajaba al lado.
Un vuelo interminable para Germán Buenaventura. A la tercera hora el escozor de sus hemorroides ya se había transformado en una intensa quemadura que le obligaba a cambiar de postura cada tres minutos y a visitar el retrete –medio bote de Hemoal y de Synalar Rectal, un aliviante frescor por unos brevísimos instantes- cada treinta minutos. A la quinta hora sus rodillas y tobillos se habían dormido, un cosquilleo le ascendía por la columna vertebral y su corazón ya se había familiarizado con las 135 pulsaciones –por minuto-. Javier Tendido, siempre con las manos en el teclado de su ordenador portátil, cambió su primera batería. A la séptima hora se acabaron los bocadillos de fiambre de pavo, los últimos supervivientes, y las botellitas de güisqui y ginebra, Antonio de las Heras, un poeta de Almería, se bebió la última ración de Cardenal Mendoza. A la novena hora, cuando ya había conseguido provocarse sangre en todos los dedos de las manos, ni una sola uña que seguir apurando, Germán Buenaventura volvió a reunirse con don Arturo Ballesteros: su hijo Genaro dormía y roncaba, como un camión al que no cambian el aceite en los dos últimos años, y Celeste leía con desmayo y aburrimiento un gruesa revista de moda. Don Arturo Ballesteros se empeñó en descorchar una nueva botella de champán, para hastío de sus acompañantes, y tras beberse una copa de un trago le volvió a decir a Germán que aún no entiendo lo que pasó con la novela de la Guerra Civil, que ya me da igual, que hasta prefiero que haya pasado así, que cualquiera invierte ahora en ladrillo en la Costa del Sol, pero que no lo entiendo, que lo teníamos todo a favor, seguro que no hablaste con los miembros del jurado, que te conozco, que te ahogas en un vaso de agua, que se te va la fuerza por la boca, que te conozco yo a ti más de lo que imaginas. A la décima hora, tan sólo por separar su trasero del asiento, Germán Buenaventura se dedicó a visitar a los escritores diseminados en el avión, se mostró nuestro protagonista especialmente simpático, generoso en palabras, activo en sus proposiciones, nos lo vamos a pasar de muerte. A esa misma hora de vuelo, varios de los pasajeros comenzaban a organizarse, jaleados por Mario Fernández Soto, con la intención de acorralar a los flamenquitos de la cola y obligarles a callar aunque sólo fuera por unos minutos, absolutamente hastiados de tanto fandanguillo borrachín y de tantas gracietas de cateto que nunca ha salido de su pueblo –por suerte la cosa no pasó a mayores-. A la undécima hora, como si volviera a ser ese muchacho que enviaron a la ciudad a casa de sus tíos, Germán comenzó a rezar, en realidad hubiera querido llorar, realmente aterrorizado. Javier Tendido, tres baterías ya consumidas, seguía escribiendo. Y, por fin, aterrizaron los escritores andaluces en México, sanos a salvo, unas doce horas después.
-Esto no ha sido nada, me acuerdo yo de un vuelo a Tanzania… -relataba el escritor aventurero.
-Yo le sigo teniendo respeto a esto, y los evito cada vez que puedo –decía el escritor precavido.
-Para mí se han convertido en una rutina, en una parte más de mi vida –desdramatizaba el escritor experto.
Todos los escritores esparcidos por el avión se reunieron en la salida y se encaminaron a buscar la puerta que les habría de conducir a su último vuelo y fin del largo trayecto: Guadalajara. Arrastrando sus equipajes de mano, los más de treinta escritores –veinte poetas, seis estudiosos, tres ensayistas y cuatro narradores, incluida la narrativa infantil- siguieron el camino que les indicaba Jaime Javier Tores, avezado viajante, experto en aeropuertos, hombre cuerdo donde los haya.
-¿Seguro que vamos bien?
-Por allí ponía Guadalajara…
-Es de otra compañía…
-Para mí que…
-Hacedme caso, coño.
-Dejadlo ya, que este tío sabe de esto.
Como una hilera de hormigas con su recolecta para sobrellevar el duro invierno, los más de treinta escritores, sumisos y disciplinados, recorrieron dos terminales completas del caótico aeropuerto de la capital Mexicana sin encontrar la puerta de embarque. Los que cerraban el grupo, cansados de arrastrar sus equipajes, decidieron preguntar a un policía que se bebía una soda en la esquina de una cafetería.
-Amigos, van justamente al contrario –canturreó el policía la respuesta.
-Este Tores es gilipollas –dijo un poeta de la Diferencia.
-Los gilipollas somos nosotros por hacerle caso –dijo un poeta de la Experiencia.
-Pues nos quedan diez minutos –alertó una narradora.
Todos los escritores le dedicaron un gesto despreciativo a Jaime José Tores cuando ascendieron al avión. Don Arturo Ballesteros y sus dos acompañantes ya se encontraban a bordo, ocupando cómodamente sus asientos en la zona preferente.
-Un poco más y pierdes el avión –le dijo con un sonrisilla grotesca a un sudado Germán, más nervioso que asustado, en esta ocasión.
-¿Y usted como ha llegado tan rápido?
-Nada, le he pagado cincuenta dólares a un tío para que nos trajera y para que cargara con las maletas, que hay que tener mundo Germán, un poco de mundo, que estaréis muy bien de letras, pero ya está… -y Celeste esbozó una sonrisa malvada.
Germán, en ese momento, pensó en todo lo que podría ofrecerle a esa bella mujer que amaba en silencio desde el primer instante que la conoció y todo lo que jamás podría darle.
Treinta minutos después de un vuelo revoltoso y basculante, en el que los flamenquitos no se atrevieron a abrir la boca para fortuna de todo el pasaje, el avión aterrizó en Guadalajara. A la salida, dos chicas en vaqueros y deportivas sujetaban un enorme letrero en el que se podía leer: Autores invitados a la FIL.
-Ahora es cuando hay que tener cuidado con las maletas –dijo el poeta temeroso, todavía impresionado por la tragedia padecida por la galleguita –que luego apareció canija y hermosa en la portada del Interviú- en su Luna de Miel.
-Joder, que es un país civilizado…
-Pero no te atrevas a beber agua del grifo, que me han dicho que pillas algo malo seguro…
-Yo lo que estoy loco es por tomarme ya una cervecita…
-Unas pocas dirás…
Un mexicano alto y enorme, dos hombres en uno, tanto en altura como en anchura, según iban llegando, arrancaba las maletas de las manos de los escritores y las lanzaba a un carromato que una vez fue verde, remolcado por un pequeño tractor pintado a franjas rojas y negras.
-Que me la destroza este tío…
-¿La puedo poner yo?
A bordo de dos microbuses, los más de treinta escritores, entusiasmados por al fin haber llegado, tarareaban rancheras con deleznable afinación, trataban de imitar con desafortunado desacierto el acento local, y los más atrevidos, los más jovencitos y un maduro con trayectoria amplia, les tiraban los trastos a las dos azafatas que les habían recogido en el aeropuerto. Don Arturo Ballesteros, su hijo Genaro y Celeste –a la que a todos seguía presentando como su secretaria particular-, mientras tanto, se dirigían a su lujoso hotel cómodamente instalados en una tan despampanante como chabacana, de color dorado.
Los escritores llegaron a Guadalajara de noche, una noche de un frío extraño y meloso, el reloj marcaba las once. Con las narices pegadas a los cristales de las ventanillas examinaban la ciudad que los habría de acoger durante los próximos cuatro días. Germán Buenaventura, olvidado ya el miedo del vuelo, bromeaba con el nombre de las calles, con la música que se escapaba de los automóviles, con los anuncios de las vallas publicitarias. En cierta manera, se comportaba como ese chaval que por primera vez sale del hogar familiar en su viaje de fin de curso.
El hotel, City Express, enclavado en un polígono industrial en las afueras de la ciudad, en la intersección entre dos enormes avenidas, rezumaba modestia y soledad en su fachada y vestíbulo. En la primera noche en Guadalajara, pese a las tentaciones de los poetas más jóvenes, dispuestos a devorar la noche, Germán Buenaventura decidió descansar para estar en las mejores condiciones al día siguiente.
-Esto no ha hecho más que comenzar.