viernes, 31 de marzo de 2017

LOS MÁS FELICES DEL MUNDO

¿Cómo tasar, evaluar, pesar la felicidad? ¿Qué es la felicidad? ¿Un estado, un tiempo, una ilusión? 
Ha llegado la primavera, hemos celebrado el Día de la Poesía y huele a azahar, y a torrijas, qué más podemos pedir. Ah, y ya hay caracoles –y cabrillas-, con sus quioscos de chapa, en caldo, salsa y hasta a la carbonara, que se me olvidaba. Y también hemos celebrado el Día Mundial, o tal vez fuera Internacional, de la Felicidad. Y eso que Dinamarca ya no es el país más feliz del mundo, que ha sido superada por su vecina Noruega. Siempre un país nórdico encabeza la clasificación, leo en el texto de la noticia. Tal vez  a usted no le haya sorprendido esto, pero a mí sí me sorprende, y mucho, que haya una clasificación de la felicidad. ¡De la felicidad, ni más ni menos! Y no se vaya a creer usted que la encuesta la realiza una consultora de tres al cuarto o una firma de preservativos o de refrescos, para nada, que es la propia ONU la que se encarga del asunto. Como poco, debemos tenerla en cuenta, aunque no nos la creamos o desconfiemos de sus resultados, y hasta de sus intenciones, como me sucede a mí. Por sistema, yo no me creo ninguna encuesta en la que yo no haya tomado parte. Es decir, si no me han preguntado no me creo ningún resultado o vaticinio, y lo cierto es que solo una vez en mi vida he participado en una encuesta, y creo que acerté. O me acerqué, que yo no sé si es lo mismo. Digo esto, porque según pude leer en la noticia, los datos para establecer el ranking de la felicidad mundial se obtienen de no sé qué cifras económicas, así como de encuestas a la población, y a mí nadie me preguntado si soy mucho o poco feliz. Es una pregunta que te exige un tiempo de respuesta, que no se puede responder a lo loco, faltaría más, que la felicidad, el grado de felicidad, hay que evaluarla y analizarla antes de cantarlo públicamente, que no es un dato cualquiera. Pero antes de eso, debería saber, tener medianamente claro, qué es la felicidad, que con la definición que leo en el diccionario no me basta.
Y es que el mismo diccionario, el de la RAE, el oficial, el bueno, no se pone de acuerdo, bizarro hasta el extremo del extremo, porque no vale que en la primera acepción nos diga que la felicidad es  un “estado de grata satisfacción espiritual y física” y que solo dos líneas más abajo, en la tercera definición, se nos deje caer diciendo que es “la ausencia de inconvenientes o tropiezos”. Vamos, que pasamos del éxtasis más absoluto, del orgasmo emocional, al no ha estado mal como si tal cosa. Y es que hay un trecho, y hasta un maltrecho, entre lo maravilloso y lo aceptable, definan más, apunten al centro de la diana. Como que no lo veo, por muy académicas que sean las definiciones. Aunque puede que la Academia se abrace a la relatividad de la felicidad como un estado sin estado, sin gramaje ni altura, incontable. Y es que la felicidad es muy poco académica, y más se mueve, se cuela y se maneja en el terreno de lo indefinible, lo salvaje, lo loco, lo inconstante, lo irracional y lo imprevisible, y por eso mismo, o por todo eso, es imposible enfajarla en un estudio con pretensión científica. Por mucho que ese estudio lo firme y se lo atribule la propia ONU.
Hay días en los que pienso que la felicidad es una sucesión de momentos y hay días en los que pienso que la felicidad es el recuerdo o el eco de un momento que disfrutamos cuando lo recuperamos. Y hay días, pocos, en los que no pienso en qué consiste la felicidad, y tal vez sean los días más felices, ya que me encuentro en ella y no tengo... sigue leyendo en El Día de Córdoba

viernes, 24 de marzo de 2017

CARTAS DESDE LONDRES


En estos días, me gustaría recibir decenas de cartas procedentes del Reino Unido, y que todas ellas estuvieran estampadas con los sellos pertenecientes a la colección dedicada a David Bowie, que acaba de emitir el servicio de correos de aquel país, la Royal Mail. Si usted, que me lee, se encuentra en Londres, en Bristol o en Liverpool, da igual, pasando unos días, en plan turismo, de Erasmus, maravillosa juventud viajera, o currando, como tantos otros españoles que han tenido que emigrar, le animo a que me escriba, y no escatime en sellos. El Bowie de rayo en la cara, el Ziggy Stardust o el agonizante de Blackstar, todos me valen, todos adoro, no le dedique tiempo a la elección. Iluso, ya nadie escribe cartas, nadie, como para recibir una con un sello conmemorativo de Bowie, eso sería como acertar la Primitiva, como encontrar la aguja en el pajar, como escuchar la canción buena de Melendi o como presenciar el regate perfecto de Cristiano: una utopía, el sueño de los sueños, lo imposible, con permiso de Bayona. Ya no escribimos cartas, ya no gastamos en sellos, casi hemos olvidado eso que se llama caligrafía, que tantos aprendimos en el colegio. Yo aprendí la inglesa, me refiero a la caligrafía, espigada y altiva, elegante y pomposa al mismo tiempo, pero para recuperarla tendría que adentrarme en las Cuevas de Altamira de mis recuerdos y me temo que no conservo cuadernos o libros de mi época colegial. La fugacidad y el olvido. Tecleamos, ya no escribimos. Buena parte de la historia de la Literatura se soporta en lo epistolar, que debemos entender como un género más, que nos ha regalado auténticas obras maestras. Cartas como pretexto para comenzar una narración o las cartas en sí mismas, que nos han descubierto relaciones, personalidades y situaciones escondidas bajo la piel de sus protagonistas. Tal vez los correos electrónicos ocupen ese lugar en el futuro, pero nunca llegarán con un sello de David Bowie.
Con mi inglés ibérico, muy mal inglés, pobre y tosco, me planté ante la señorita de sonrisa expansiva, al otro lado del mostrador, y solicité los sellos del genio fallecido, pero todavía no habían sido emitidos. Mañana, me respondieron, pero mañana ya estaba de regreso en España. No he vuelto a Londres para comprar los sellos de Bowie, y eso que me parece una excusa deliciosa con la que Paul Auster podría escribir su novela más Pop. A pesar del idioma, del clima y de la cerveza, me reconozco y me encuentro en la cultura anglosajona. Me es muy familiar, me siento muy cómodo, como en casa, realmente, en todas y cada una de sus manifestaciones. Musicalmente, Inglaterra es el Pop y Estados Unidos es el Rock, y literariamente uno es la geometría y el otro la economía, y no me pregunte quién es uno y quién es el otro. Paseábamos junto al Big Ben y nos acoplamos a una manifestación contra el Brexit, en la que no habría más de veinte participantes enarbolando banderas de la Unión Europea. Ahora me queda la duda, después de todo lo leído y vivido, ya no sé... sigue leyendo en El Día de Córdoba
 

lunes, 20 de marzo de 2017

MIRLO BLANCO, CISNE NEGRO, DE JUAN MANUEL DE PRADA

Aunque ya muchos no lo recuerden, Juan Manuel de Prada fue el gran mirlo, delfín o elefante blanco de la joven y nueva literatura española con dos magníficos libros de relatos, Coños y El Silencio del patinador, y una titánica novela, Las máscaras del héroe, que yo sigo situando, años después, entre las mejores obras narrativas de las últimas décadas. Una novela a contratiempo, que mal convivía con los jóvenes compañeros de promoción, que se acodaban en la barra pidiendo una maceta de calimotxo mientras escuchaban la nueva canción de Nirvana. Prada, en ese tiempo, mientras el realismo (sucio o pulimentado) se abría paso sobre el decorado literario, nos ofrecía bailar un chotis tras brindar con un orujo rabioso e intenso. También destacaría de sus inicios La tempestad, una rara avis en la trayectoria de este autor, que bien podríamos considerar como un estupendo “planeta”, si uno bucea mínimamente en las aguas del célebre y millonario premio.
Tras un tiempo de idas y venidas, inmerso en diferentes asuntos, algunos de ellos no estrictamente literarios, regresa Juan Manuel de Prada con este Mirlo blanco, cisne negro que bien puede entenderse como una recuperación, o un revival, del Prada que a mí, particularmente, y no soy una excepción, me sorprendió y fascinó. Y regresa con un ejercicio de artesanía, y hasta de orfebrería, literaria. Prada expone en todo su esplendor sus infinitas capacidades y facultades, mediante un texto en el que se entremezcla con sabiduría, precisión e ingenio el cultismo con su socarronería más particular y brillantemente canalla.
Novela sobre novelas, sobre esa Madonna veneciana y noir que recuerda tanto a La tempestad del propio Prada, y también novela sobre novelistas, desde muy diferentes planos y aspectos. El escritor como sujeto público, el escritor como trabajador por cuenta de su propia obra, el escritor ante sus sombras, referencias y ambiciones, el escritor entre escritores o el escritor que se enfrenta dubitativo, y siempre precavido, a sus creencias, obsesiones y limitaciones.
Se vale Prada para este escaparate metaliterario de dos escritores que, a priori, podrían considerarse los polos opuestos, pero que tal vez formen parte del mismo escritor. El joven Alejandro Ballesteros, talento juvenil, velocista de las letras que despunta con su primer libro de relatos, tal y como le sucedió a Prada, y Octavio Saldaña, el ocaso del talento, tertuliano de tertulias gritonas y grotescas, escritor sin rumbo ni novela, que cree encontrar en el joven escritor la salida para escapar del abismo. Similitudes, resurrecciones, la Literatura y la vida. 
Arremete Prada en Mirlo blanco, cisne negro contra el sistema, mundillo o universo literario, y así encontramos referencias, ajustes de cuentas y claves que en ningún caso conforman la trama central. Tengamos en cuenta que contra quien más arremete Prada es contra él mismo. Y es que esta novela tiene mucho de expiación, de arrojarse el fuego destructor, reparador y sanador y a partir de las cenizas, renovadas cenizas, construir al nuevo escritor. Un escritor que recuerda mucho a ese Juan Manuel de Prada que nos deslumbró a tantos, en ese “debut prodigioso”, Coños, tal y como parafrasea en este Mirlo blanco, cisne negro.

martes, 14 de marzo de 2017

LA MUJER INVISIBLE


La editorial barcelonesa Seda ha tenido a bien publicar, en este mes de marzo, casi coincidiendo con el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, el ensayo de la columnista del diario The Guardian Helen Walmsley-Johnson, La mujer invisible. La escritora, tal y como hace en su columna desde haya varios años, The vintage years, aborda desde la ironía, incluso desde el humor, pero también desde la inteligencia y la reflexión, las coyunturas, circunstancias, quehaceres y problemas, de toda índole, a los que se deben enfrentar las mujeres maduras, aquellas que han superado la frontera de los cincuenta años. Con lenguaje directo, fresco, mirando a los ojos del lector, buscando la complicidad de la lectora, a la que no cesa de preguntar, Walmsley-Johnson nos muestra el desconocido y poco estudiado universo de la mediana edad de la mujer y las diferentes disyuntivas o caminos ante los que se enfrenta. Como en su día propuso su compatriota Tony Blair, la columnista británica nos trata de convencer que es posible una tercera vía, y que sitúa entre aquellas mujeres que empiezan a aceptar que su mejor momento ha pasado, que ya han alcanzado los hitos que les tenía reservada la vida y que esperan, con cierto agrado y satisfacción, la edad de jubilación, y entre otras esas mujeres que con deportivas, gimnasios, tejanos rotos, cirugía y bótox tratan de desafiar el paso del tiempo, convencidas de que es posible habitar, o al menos transitar durante más tiempo del establecido, en una falsa juventud. Walmsley-Johnson, ante estas formas casi irreconciliables de enfrentarse a la vejez, se muestra convencida de que es posible, y sobre todo necesaria, su tercera vía, en la que no es necesario darse por vencidas, pero que tampoco la obsesión por la juventud sea una máscara que las aleje de la realidad. Es decir, no se trata de renunciar a la madurez o de resignarse ante ella, se trata, simplemente, de vivirla con todas sus consecuencias.
Para la autora inglesa, esta tercera vía, que no es más que explorar y disfrutar de un ciclo vital asumiendo y aceptando sus peculiaridades, sin renunciar a nada, es la mejor manera de acabar con la que denomina la mujer invisible, y que es ésa que ya no está o que simplemente representa otra que no es realmente. Aunque haya quien así lo entienda, no es La mujer invisible un libro solo para mujeres, ya que hay cuestiones como la influencia de los medios y de la publicidad en nuestros hábitos de vida, las relaciones, la preocupación por nuestra economía futura o el sexo que entiendo interesan tanto a hombres como mujeres. Un libro que recomiendo, que divierte y emociona, de la misma manera, que... sigue leyendo en El Día de Córdoba

miércoles, 8 de marzo de 2017

TITULARES


No sé si lo de la metedura de pata de los Oscar fue una gran estrategia informativa/viral para que la Academia americana eclipsara todo el horizonte comunicativo del mundo mundial. A estas alturas del partido, como usted comprenderá, yo ya no descarto nada, pero nada, sobre todo si uno tiene a bien asomarse o zambullirse en la piscina mediática que cada día nos plantan enfrente. Y es que cuando no falta agua, y el testarazo es de campeonato, nos encontramos que es un fangal, donde las pirañas y las sanguijuelas se crían en su paraíso soñado, esperando para devorarnos. Ya puestos, visto el panorama, como que me quedo con el revuelo de los Oscar, con esa cara de Warren Beatty, en cómo trató de traspasarle, con ese pedazo de hipoteca, el marrón a Bonnie/Dunaway, o con el arrojo del productor reconociendo el triunfo del adversario, MoonlightLuz de Luna-, una película bella y dura que muchos deberían ver, por pura educación sentimental y hasta por reconversión hacia la contemporaneidad. Los intelectualoídes de vinagre y flama, y tanta rabia, han conseguido que me alegrase de que La la land no se alzase con la preciada estatuilla, que es una expresión muy recurrente por estas fechas. Preciada estatuilla, así, de manual barato para periodistas somnolientos. Vaya tabarra que han dado con la película de marras, qué cansinos, qué hartazgo, qué reflexiones e inyecciones para justificar que no les ha gustado y, sobre todo, para convencernos de que no nos debería gustar al resto de los humanos. Enumeración de errores, erratas y demás especies. Ya no es necesaria la pastillita, que no ha ganado, que ya el mundo puede seguir su curso, y todos tranquilos, en buena armonía. Ganó Moonlight, una película que todo el mundo debería ver, insisto, y si es posible sentir, aunque eso es ya mucho pedir. Empecemos con ver, que lo de remover conciencias, emocionar y demás lo dejamos para las siguientes lecciones, que todo de golpe no es asumible para algunos, teniendo en cuenta de donde parten. De la piedra, de la tierra, de la lija, de la hiel parten, me temo.
Pienso en la infamia que ha supuesto ese autobús deleznable que ha circulado por algunas ciudades españolas, hasta que un juez cabal, al fin, ha ordenado detener su marcha. Nunca me encontrarán con el bando del no, salvo que ese no defienda el de la mayoría; nunca me encontrarán con esos que se pasan la vida condicionando, cuando no prohibiendo, los derechos de los demás, impidiendo que cada cual viva su vida como le dé la gana. Cuánto nos cuesta aceptar las elecciones de los demás, como si fuésemos los responsables de escribir el guión de los que nos rodean, de toda la sociedad. Lo de ese autobús homófobo no puede ocurrir en un país que supuestamente vive en una Democracia normalizada, no es de recibo... sigue leyendo en El Día de Córdoba

miércoles, 1 de marzo de 2017

LOS AMANTES ANÓNIMOS EN LA TORMENTA EN UN VASO

Texto de Eduardo Cruz Acillona.
Si uno ha tardado tanto tiempo en reseñar esta novela es porque no quería dejar en evidencia al autor de la misma, que además es amigo…
Y es que cada vez que SalvaSalvador Gutiérrez Solís para los que todavía no se hayan tomado una cerveza con él, publicaba un nuevo libro, la sorpresa se sobreponía a su buen hacer a la hora de llevar a la excelencia la vieja fórmula de sujeto, verbo y predicado, o presentación, nudo y desenlace. Acostumbrados como estábamos a dejarnos llevar gozosamente por nuevos territorios, viene ahora Salva a defraudarnos con Los amantes anónimos
Y digo defraudarnos porque, después de leer las casi seiscientas páginas de esta novela, estoy convencido de que va a pasar mucho tiempo, pero mucho, hasta que Salva nos vuelva a sorprender con un nuevo registro. Este fulano ha creado un personaje tan potente, tan cautivador, tan atrayente, tan con tantas historias que contar que mucho me temo que tenemos protagonista para largo.
Se le ha acabado a Salva el truco de explorar nuevos mundos literarios. Le ha caducado ya la licencia para adentrarse en terrenos vírgenes cual explorador armado de pluma y papel. Para su desgracia, y regocijo de sus lectores, ha creado un monstruo literario en el mejor de los sentidos.
Porque Carmen Puerto no es la policía ni la detective al uso de las novelas de género negro. No. Carmen Puerto es una mujer encerrada en su casa. Su relación con el mundo exterior depende de un teléfono móvil, de un ordenador y de un montacargas a través del cual el vecino del local de abajo, que regenta una peluquería, le proporciona los recursos básicos para la subsistencia. Y bajo esas premisas debe esclarecer una serie de crímenes.
Más allá del argumento, que no vamos a comentar por no correr el riesgo de contar cosas que no debemos, lo que vulgarmente ya se conoce como “hacer un spoiler”, quiero quedarme en reseñar, porque me parece lo más destacable, las afueras del libro.
Hay autores que con seiscientas páginas te hacen una trilogía. Y en muchos casos, infumable. Y hay autores como Salva que, con el mismo número de páginas, te hacen reclamar una trilogía. Después de leer Los amantes anónimos no te queda la satisfacción del crimen resuelto sino el ansia por conocer más a la persona que durante todo un día y sin descanso (porque es lo que vas a tardar en leer el libro, ya te lo adelanto, por si tenías planes) te ha atrapado de una manera tal que te obliga a recurrir a los clásicos.
Me contaba Salva no hace mucho que con la novela negra y con Carmen Puerto estaba disfrutando escribiendo. Me contaba también que Los amantes anónimos es la tercera novela de una serie. A uno le queda la satisfacción de saber que aún están por crearse, como mínimo, las dos anteriores. Y eso compensa, con creces, el disgusto de que el autor, como nos tenía acostumbrados, ya no nos sorprenderá con una nueva propuesta en mucho tiempo.